Hace ya tiempo que no aparecía nada en este blog de teología, casi un mes, pero no quiero apresurarme con el libro de François. No tengo ningún interés por epatar con ideas originales, como las que aquí se desarrollan, y prefiero dar tiempo a los sentimientos que en mí suscitan. Por eso salgo a andar y trato de escuchar estos sentimientos que provoca en mí el tema.

La Creación implica tiempo y espacio. De acuerdo. Pero nunca había encontrado en la teología una síntesis tan clara y profunda sobre el misterio del tiempo y del espacio como aquí. Había leído libros de Mircea Eliade (por ejemplo, “Lo sagrado y lo profano”, “Mito y realidad”) y de Max Thurian, a los que cita aquí el P. Brune, pero nunca había leído una síntesis como ésta sobre este tema.

Me encanta también que el autor no trate de mitificar las teorías científicas contemporáneas sobre la relatividad del tiempo y del espacio, ni trate de demostrar nada a través de ellas.

Hay algo, sin embargo, que esta mañana he recordado andando: la idea de que el tiempo y el espacio son consideradas actualmente por muchos como «holograma» y «holocrono». Y esta deducción de algunos científicos actuales me lleva a creer que, según esto, lo que yo hago ahora influye de alguna manera en todos los tiempos y en todos los espacios. ¡Fantástico!

Aunque separado por miles de kilómetros, puedo creer que no es absurdo acompañar a Jesús como a un amigo cuando tan mal lo pasaba en la paliza de los azotes, en el huerto y cargado con la cruz hacia el Calvario. No sé cómo ni por qué, pero esto me dice mucho cuando pienso que todo esto forma parte de mi fe cristiana. No me importa la distancia, ni tampoco el tiempo, para saber que lo que yo ahora hago o lo que yo ahora siento puede tener, según me dicen, una repercusión “cósmica”.

Ya sé que muchos no creen estas cosas y prefieren, según ellos, ser muy “realistas”. Pero ¿qué es ser “realistas”? Porque la “realidad” parce que va más allá del aquí y ahora. ¡Y esto creo que es importante!

Yo sé que algunos leeréis esto despacio y, desde vuestra propia formación, sacaréis sin duda más “petróleo” que yo. Lo importante es que cada uno, desde lo que es, viva una experiencia de espacio y de tiempo.

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

CAPÍTULO II. La llamada del Amor: La Creación (continuación)

2. El misterio del tiempo y del espacio

a) Planteamiento del problema

Todos tenemos una cierta experiencia del tiempo y del espacio. La psicología moderna ha demostrado que esta experiencia comienza con nuestras primeras sensaciones y se elaboraba lentamente a través de los años. No son categorías que se nos dan ya elaboradas desde nuestro nacimiento, son el resultado de un largo proceso de toma de conciencia, a través de innumerables experiencias.

Desde hace mucho tiempo, se distinguían dos clases de tiempo (y a veces también, aunque no explícitamente, dos clases de espacios): el tiempo subjetivo (o psicológico) y el tiempo objetivo (o científico, universal).

Todo el mundo sabe, por experiencia, que a veces un tiempo «objetivamente» muy corto puede parecer «subjetivamente» extremadamente largo; al crecer, todos hemos vivido, al volver en la edad adulta a los lugares de nuestra infancia, la experiencia del estrechamiento de las habitaciones en que habíamos vivido. Existe también por tanto un espacio subjetivo.

Pero, desde las primeras organizaciones de la vida en sociedad, el hombre ha encontrado unidades de medida al margen de toda queja tanto para el espacio como para el tiempo. En nuestra civilización, son únicos el tiempo y el espacio que son tomados en consideración: el tiempo y el espacio medibles con la ayuda de criterios exteriores al hombre.

El tiempo y el espacio «científicos», así elaborados, parecen formar el marco de toda realidad. Parece que pueden ser considerados en sí mismos, independientemente de todo contenido. El uno y el otro parecen infinitos (sin límites), inmutables (sin alteraciones), homogéneos (sin zonas especiales) y continuos (no compuestos de elementos). Presentan, sin embargo, algunas diferencias notables: el espacio es isótropo, es decir que se puede recorrer en cualquier sentido, mientras que el tiempo está orientado, es decir, sólo se puede recorrer en un sentido. Sólo nuestra imaginación puede viajar tanto en el tiempo como en el espacio, pero precisamente porque ella sale de las condiciones de lo real. El tiempo no está solamente orientado. Desaparece. Por eso, no sólo se puede recorrer únicamente en un sentido sino que ni siquiera es posible dejar de recorrerlo.

En cada instante es dado todo el espacio. El espacio es estable, constante. Se puede permanecer en el mismo lugar o volver a él. Nuestro conocimiento de él permanece siempre parcial porque somos finitos, no somos co-extensivos[1] con el espacio, pero en todo momento cualquier punto del espacio es, de por sí, cognoscible. El tiempo sólo aparece desapareciendo. No hay salto hacia adelante o hacia atrás. En el espacio cada uno ocupa su propio rincón. Pero todo el universo conoce a la vez el mismo instante…

Todo este análisis se había hecho poco a poco tan común que era muy difícil imaginar incluso otras formas posibles de espacio o de tiempo. Sin embargo, cantidad de estudios, en campos muy distintos, llevan a un cuestionamiento de esta concepción del tiempo y del espacio. Veremos sucesivamente, aunque muy brevemente:

—La concepción mítica del tiempo y del espacio.

—La categoría bíblica del «memorial».

—Las categorías de tiempo y de espacio implicadas en nuestra fe en la Eucaristía.

—Las teorías científicas contemporáneas sobre la relatividad del tiempo y del espacio.

*

*   *

Los estudios sobre las distintas religiones del mundo, a través de todas las épocas y de todas las civilizaciones, están ahora lo suficientemente avanzados como para poder hacer comparaciones y deducir algunos elementos comunes. Concretemos que para el tiempo y el espacio son tal vez las religiones de los hombres más primitivos las que mejor nos han permitido comprender, poco a poco, que nos encontrábamos ante esquemas de pensamiento que suponían categorías fundamentales profundamente distintas de las nuestras. Estas categorías son, por tanto, en buena medida el reflejo de una mentalidad primitiva. Pero son al mismo tiempo categorías religiosas, puesto que la mentalidad del hombre primitivo está siempre impregnada de lo sagrado y muchas veces, como lo han demostrado estudios recientes, a un nivel muy profundo y muy simple. Es, con frecuencia, en los mitos donde se observa mejor esta concepción del tiempo y del espacio, pero en realidad subyace a toda la vida del hombre primitivo. Se la encuentra también en la mayoría de las grandes religiones, aunque de manera tal vez menos explícita, muchas veces más a nivel del rito que de la elaboración teológica de los maestros.

 b) La concepción mítica del tiempo.

Para el hombre primitivo el tiempo no es un marco vacío e inmutable (para el sabio actual tampoco, por otra parte). El tiempo sólo existe en su contenido, es inseparable de su contenido. Por eso, para él, el tiempo no es homogéneo. Hay momentos privilegiados y momentos que no cuentan, según la importancia y la calidad de lo que vive. Para él existen dos niveles de tiempo: el tiempo de las actividades profanas que pasa, desaparece y no cuenta, y el tiempo de lo sagrado que no desaparece.

Lo que constituye el tiempo sagrado son en primer lugar los gestos, las acciones de los dioses y de los héroes, las acciones por las que ellos han organizado el mundo, lo han sostenido, alimentado, defendido, salvado. Esos gestos y esas acciones se supone que han sido realizadas en este mundo, por tanto en nuestra historia, en un momento preciso del fluir del tiempo. Y sin embargo, porque eran sagrados, trascendían este tiempo que pasa. Ellos no pasan. Todo gesto, toda actividad del hombre que reproduce esos gestos de los dioses, para el hombre primitivo no son sólo repeticiones, imitaciones, copias de lo que han hecho los dioses, sino que, mediante esas imitaciones, participan en los gestos mismos de esos dioses y de esos héroes; no en gestos similares, repetidos por los mismos dioses a través de los hombres, sino en estos mismos gestos en el momento mismo en que los dioses los realizaron una vez por todas. «En la religión como en la magia, la periodicidad significa ante todo la utilización indefinida de un tiempo mítico hecho presente. Todos los rituales tienen la propiedad de suceder ahora, en este momento. El tiempo que ha visto el acontecimiento conmemorado o repetido por el ritual en cuestión es hecho presente, «re-presentado» si se puede decir, tan lejano como se imagine en el tiempo[2]

En esta perspectiva todos los rituales de celebración del Año Nuevo, o de cambios de reinado o de ciclos de fecundidad de la naturaleza, son especialmente reveladores. No indican sólo una repetición en el sentido de un nuevo comienzo, sino una vuelta al comienzo, al único comienzo de todas las cosas de donde viene toda vida, lo que es completamente distinto. El tiempo profano, el tiempo que no cuenta, es en el fondo el tiempo de la nada. Para volver a encontrar la vida que el tiempo profano tiende a robarnos continuamente, es necesario volver continuamente al comienzo del mundo, abolir el tiempo profano. Por eso, tan pronto como aparece una necesidad más urgente, el hombre no espera la vuelta de las fiestas cíclicas para volver a sumergirse en ese tiempo sagrado, en ese tiempo eterno: «Todo tiempo es susceptible de convertirse en un tiempo sagrado; en todo momento, la duración puede ser transformada en eternidad[3].» Si el análisis se lleva todavía un poco más lejos, se puede decir que a través de todos estos gestos sagrados del hombre primitivo atraviesa «el deseo paradójico de llegar a inaugurar una existencia a-histórica, es decir poder vivir exclusivamente en un tiempo sagrado. Lo que vuelve a proyectar una regeneración del tiempo total, una transfiguración de la duración en «eternidad»[4]»

c) La concepción mítica del espacio

Vamos a encontrar, con toda naturalidad, una concepción muy semejante del espacio «mítico». Así como, bajo la desaparición del tiempo y por tanto en cualquier instante del tiempo, teníamos el instante eterno del tiempo sagrado, que cualquier gesto sagrado permitía alcanzar inmediatamente e insertarlo en el flujo del tiempo, así también, bajo el espacio, y por tanto no importa en qué punto del espacio, se encuentra el Centro del Mundo donde se unen y comunican el Cielo, la Tierra y los Infiernos, y cualquier ritual de consagración puede hacer coincidir cualquier punto del espacio con ese Centro del mundo: «Toda habitación, por la paradoja de la consagración del espacio y por el rito de la construcción, se ve transformada en un «centro». De suerte que todas las casas –como todos los templos, los palacios, las ciudades– se encuentran situadas en un solo y mismo punto común, el Centro del Universo, Se trata aquí, se da uno cuenta, de un espacio trascendente, de una estructura completamente distinta del espacio profano, compatible con una multiplicidad e incluso con una infinidad de «centros»[5]» «La multiplicidad de «centros» se explica… por la estructura del espacio sagrado que admite la coexistencia de una «infinidad» de «lugares» en un mismo centro[6]

En esta concepción del espacio, la localización exacta de las grandes acciones cósmicas por las que los dioses y los héroes han formado y organizado el mundo, lo han sostenido, alimentado, salvado, no tiene mayor importancia. Así como el momento exacto de las acciones míticas en el fluir del tiempo no tiene gran importancia puesto que el ritual puede reintroducirlos en cualquier momento del tiempo, así también el lugar exacto donde se han producido en el espacio importa poco, puesto que el ritual puede hacer aparecer ese lugar en cualquier sitio. Así es como existe en Egipto, en Abydos, un templo gigantesco y que era célebre en todo el país. Pero un texto no lo dice menos tranquilamente:

«Hay un lugar llamado Abydos; pero nadie sabe dónde se encuentra.» Abydos era así promocionado al rango de lugar mítico. El célebre templo de Abydos ya no es, entonces, sino uno de los lugares consagrados del espacio por los que puede alcanzarse el verdadero Abydos, el Abydos mítico que se puede también alcanzar, desde entonces, en cualquier otro lugar del espacio consagrando otro terreno. Del mismo modo, Plutarco se extrañaba al descubrir en Egipto tantas tumbas de Osiris y su espíritu griego y lógico se encontraba completamente desconcertado.

Mircea Eliade nos ofrece, sin duda, el sentido más profundo de esa aspiración constante de los hombres primitivos a alcanzar el Centro del Mundo por donde comunican el Cielo, la Tierra y los Infiernos, cuando ve allí «el deseo de encontrarse siempre y sin esfuerzo, en el corazón del mundo, la realidad y la sacralidad, y en síntesis, de superar de una manera natural la condición humana y de recobrar la condición divina[7]».

«Al deseo de encontrarse continua y espontáneamente en un espacio sagrado responde el deseo de vivir eternamente, gracias a la repetición de los gestos arquetípicos, en la eternidad. La repetición de los arquetipos revela el deseo paradójico de realizar una forma ideal (= el arquetipo) en la condición misma de la existencia humana, de encontrarse en la duración sin llevar la carga, es decir sin sufrir por ello la irreversibilidad. Un deseo así, subrayémoslo, no podría ser interpretada como una actitud «espiritualista» por la que la existencia terrestre, con todo lo que ella implica, sería desvalorizada en favor de una «espiritualidad» de alejamiento del mundo. Al contrario, lo que podríamos llamar la «nostalgia de la eternidad» atestigua que el hombre aspira a un paraíso concreto y cree que la conquista de ese paraíso es realizable aquí abajo, en la tierra, y ahora, en el momento presente[8]

 d) La categoría bíblica del «memorial»

Desde hace algo más de veinte años, es casi la misma concepción que los biblistas han vuelto a descubrir poco a poco en toda una serie de estudios científicos sobre el verbo hebreo «zkr» y sus derivados, cuyo uso litúrgico es muy significativo en Israel. «Zkr» se traduce las más de las veces por «acordarse», «recordarse», «evocar», «hacer memoria de». Pero por «acordarse», no debería entenderse un proceso interior por el que se pone ante del espíritu un acontecimiento pasado o una persona que vivió en otro tiempo, permaneciendo, por así decirlo, completamente separado del presente. En el propio hebreo, la palabra expresa que un puente es tendido entre el pasado y el presente, o entre lo cercano y lo lejano[9]

Encontramos aquí por tanto, señalémoslo de paso, una categoría que se refiere, a la vez, al tiempo y al espacio. «Un puente se tiende entre el pasado y el presente o entre lo próximo y lo lejano. «Acordarse», continúa Bas van Iersel, no quiere decir nunca en esta lengua retrasarse en espíritu junto a una realidad pasada o ausente, y menos aún perderse en el pasado. Sin duda, la distancia que separa del pasado o del ausente tiene un papel que jugar, sin embargo, ella no es sólo abolida al nivel del pensamiento, lo es incluso en la realidad actual, por el efecto de cosas que ocurren aquí y ahora. Cuando uno «se acuerda» del pasado, quiere decir más bien que se hace presente ese pasado y que actúa entonces como un impulso que mueve a tal o cual empresa… Lejos de desplazarse al pasado, se atrae justamente el pasado al presente para permitirle sacar de él sus efectos[10]

Citamos también algunos autores que nos ayudarán a concretar esta categoría bíblica y demostraremos, si fuera necesario, que se trata aquí de posiciones en otro tiempo bien fundadas y admitidas normalmente entre los «especialistas». «Recordarse, es hacer presente y actual. Gracias a «esta memoria», el tiempo no se proyecta según una línea recta, añadiendo irrevocablemente. unos a otros, los periodos que lo componen. El pasado y el presente se confunden. Una reactualización del pasado se hace posible. Sobre esta doctrina está fundado el rito pascual, en el que dice Éxodo 12, 14 que está fundado «el-zikkaron», es decir «para el recuerdo»[11] »

He aquí, precisamente, en l’Eucharistie de Max Thurian[12], un comentario sobre esta comida pascual en Israel: «Se sabe que cada alimento del banquete tenía una significación. Comiéndolos los Judíos podían revivir místicamente, sacramentalmente, los acontecimientos de la liberación, de la salida de Egipto. Se convertían en contemporáneos de sus padres, eran salvados con ellos. Había como un choque frontal de dos tiempos de la historia, el presente y la salida de Egipto, en el misterio de la comida pascual. El acontecimiento se hacía presente, o bien cada uno se hacía contemporáneo del acontecimiento.»

Si se intenta comprender un poco en profundidad esta concepción del tiempo y del espacio que es la de los hombres primitivos y también, al menos en una parte, la del Antiguo Testamento y la de las grandes religiones vecinas, hay que remontarse probablemente –como lo hace Lévy-Bruhl– a la noción de «participación»: «Ser, es participar», no hay «discontinuidad del hombre al hombre, ni del hombre a la cosa». G. van der Leeuw es todavía más explícito: «El mundo primitivo no se compone de una serie de seres que ocuparían su propio lugar, que, por consiguiente, se excluirían los unos a los otros (aut-aut) y que para expresarlo, habría que contar (et-et): este mundo se compone de seres que participan los unos en los otros, de seres interpenetrándose (in)[13]

 e) Las categorías de tiempo y espacio implicadas por nuestra fe en la Eucaristía.

1. Categoría del tiempo: el problema del sacrificio de la misa.

Se sabe bastante sobre cómo se enfrentaron protestantes y católicos en esta cuestión. Y es que en efecto, en nuestras categorías occidentales modernas, se encontraban frente a la siguiente alternativa:

—O bien la misa era un verdadero sacrificio, útil para nuestra salvación, y entonces admitir, implícita pero automáticamente, contra el testimonio de la Escritura, que el sacrificio de la Cruz no era el único sacrificio suficiente una vez por todas; la posición católica.

—O bien el Sacrificio de Cristo en la Cruz era el único verdadero sacrificio de la Nueva Alianza, y entonces la misa no podía ser ya un verdadero sacrificio, a pesar del testimonio de la Tradición, sino solo una conmemoración, una evocación del único sacrificio redentor; la posición protestante.

En las categorías de tiempo de que nosotros disponíamos, hay que reconocer que no había ya ninguna salida. No había modo alguno de mantener la integridad de la fe de la Iglesia primitiva. Los teólogos estaban obligados a hacer una elección, a reserva de ser luego sutiles para limitar los estragos.

Pues bien, después de la segunda mitad del siglo veinte, he aquí que diferentes estudios, realizados por todas partes, coincidieron y nos hicieron posible una mejor comprensión del misterio de la Eucaristía. Hubo las investigaciones de dom Odon Casel, benedictino de María Laach[14]. Dom Casel había partido de la noción de «misterio» tal como se encuentra sobre todo en las religiones de la Antigüedad greco-romana. Pero a él le movía sobre todo la intuición profunda de lo que debía ser el misterio cristiano. Paralelamente, progresaban los trabajos en el estudio de la mentalidad del hombre primitivo y el mismo dom Casel, hacia el final de su vida, observaba esta convergencia. Luego, vinieron los descubrimientos sobre el «memorial» en el Antiguo Testamento y, muy rápidamente, comprendieron un poco por todas partes que era a esta luz como había que volver a estudiar el misterio de la Eucaristía.

«Haced esto en memoria mía… La sagrada cena sólo puede ser comprendida en su sentido profundo explicada por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento… Jesús no puede haber querido decir simplemente: «Haced la santa cena para acordaros de mí.» Esta comprensión del texto es eliminada por los mejores exegetas, que creen necesaria la interpretación de la eucaristía a la luz de la liturgia judía y muy en especial de la liturgia de la comida pascual.» Este texto es de un teólogo protestante, Max Thurian[15].

Otro teólogo protestante, Gerhard van der Leeuw, al que ya hemos encontrado a propósito de los primitivos, resume bien la solución: «La muerte de Cristo en la eucaristía no es repetida, sino más bien representada, en el sentido de una «participación» de la cosa representada en lo que representa[16]

El P. Bruoyer resume: «Comprender bien este modo, que es totalmente distinto del de una representación teatral o imaginativa, o de toda repetición físicamente realista[17]…»

He aquí también al R.P. Daniélou: «… el sacrificio de Cristo subsiste de tres modos distintos. Es la misma acción sacerdotal que tuvo lugar en un momento concreto de la historia, que está eternamente presente en el cielo, que subsiste bajo las apariencias sacramentales[18].»

Encontramos aquí, con total exactitud, las tres mismas etapas del mito: una acción de alcance cósmico que tuvo lugar verdaderamente en el fluir del tiempo, pero que trasciende el tiempo, que no pasa con él, y que una representación cultual puede realmente insertar en otro momento de este flujo del tiempo. «Es esta acción… que, por un privilegio único, es sustraída al tiempo para subsistir eternamente, y que el sacramento hace presente en todos los tiempos y en todos los lugares[19]

Este cambio completo de perspectiva es el que explica que un pastor protestante, Jean de Watteville, haya podido publicar un estudio apasionante sobre Le Sacrifice dans les textes eucharistiques des premieres siècles[20].

La conclusión de este trabajo detallista y riguroso, es que no hay, sin duda, ninguna solución de continuidad entre la institución de la santa cena por Cristo y la enseñanza o la práctica de los apóstoles, ni tampoco entre la tradición apostólica y la teología eucarística de los primeros siglos. Ahora bien, lo que todos los textos consultados afirman es que la eucaristía es un sacrificio, y el mismo de la Cruz. «No hay por tanto repetición del sacrificio del Gólgota, que no es repetible (Hebr IX, 12, 28; X, 10-14), sino que el drama del Calvario, sacrificio histórico-real realizado de manera sangrante, es actualizado, re-actuado en el sacrificio místico-real, sacramental, de la cena[21]»

«Esta es la clave de esta inteligencia de toda la liturgia cuya pérdida comenzó durante la Edad Media. Y es esta clave la que el período barroco perdió tan profundamente que sólo se quedó con la cáscara de la vida litúrgica, una cáscara tan decorada y sobrecargada exteriormente que la realidad interior tendía a ser olvidada[22]. Sí, aquí está la fuente de muchos malentendidos y desgracias.

«No hay que extrañarse si, a medida que pasaban los siglos, –a medida que el pensamiento judío se hacía extraño y el pensamiento griego era casi desconocido para los pensadores cristianos de Occidente–, los filósofos hicieron grandes esfuerzos para explicar cómo el pan y el vino pudieron convertirse en el azkarah de la naturaleza humana de Jesús. No debemos extrañarnos tampoco si, tratando de explicar este proceso con la filosofía aristotélica, admitida normalmente durante el siglo XIII, algunos se sirvieron de algunas expresiones demasiado extravagantes que otros refutaron con la ayuda de expresiones también exageradas[23].

El Oriente cristiano, mejor situado, conservó en efecto, a través de los siglos, una conciencia más viva que nosotros de esta categoría del tiempo subyacente a toda liturgia. El concilio de Constantinopla de 1157 había condenado la opinión de «los que no comprenden correctamente la palabra «memoria» y se atreven a decir que él (Cristo) renueva el sacrificio de Su Cuerpo y de Su Sangre en idea y en imagen… y que, por consiguiente, introducen la idea de que se trata de otro sacrificio distinto del que se realizó desde el principio[24]»…

Pero hay que dar también algunas precisiones, porque la liturgia, sobre todo bizantina, nos invita a ello. Concretemos en primer lugar, más de cerca, lo que implica esta concepción del tiempo de acuerdo con todo lo que hemos dicho hasta ahora.

Nos sentimos llevados prácticamente a distinguir dos niveles de realidad. Al nivel sensible, el sacrificio de la Cruz es algo irrevocablemente pasado. Asimismo, a este nivel sensible, cada misa conoce su propio desarrollo, irreversible e irrevocable. Pero a un nivel más profundo de la misma y única realidad, a un nivel no sensible y que sólo alcanzamos por la fe, es en realidad el mismo y único sacrificio que se consumó en el Gólgota, según su forma sensible normal, y al que asistimos en cada misa, pero de otra forma sensible, la forma sacramental. Lo que equivale a decir que cualquier instante de nuestro tiempo puede ser llevado, por la celebración litúrgica, a coincidir con el instante del sacrificio de la Cruz. Notemos que a partir del momento en que se admite este mecanismo, importa bastante poco que el momento del rito actualizador se sitúe cronológicamente, en el flujo del tiempo, después o antes del momento de la acción arquetipo, realizada según su modo sensible normal. Ésta es probablemente la mejor manera de comprender la Sagrada Cena. Es la institución de la Eucaristía, es decir de la celebración litúrgica del sacrificio de la Cruz. Es difícil admitir que la primera celebración que establece todas las demás no haya tenido también este carácter sacrificial. Ahora bien, ella tiene lugar antes de la realización histórica del sacrificio del Gólgota. Pero si se admite que a un nivel profundo, no sensible, accesible sólo por la fe, cualquier momento puede coincidir con cualquier otro, entonces ya no hay ninguna dificultad. La Sagrada Cena es la pre-actuación del sacrificio de la Cruz. Pre-actuación o re-actuación, el mecanismo es, en definitiva, el mismo.

Esto nos permite comprender ahora por qué la liturgia bizantina celebra no sólo la Crucifixión y la Resurrección de Cristo, al igual que su Ascensión, sino también su Parusía, su vuelta gloriosa. Ya lo destacaba el archimandrita Cipriano Kern: «Es característico que la conmemoración se extiende a todos los tiempos y no sólo al pasado. En la conmemoración eucarística se mezclan las fronteras del pasado, del presente y del fututo. El servicio eucarístico en palabras y no sangriento, está fuera del tiempo, no sometido a las leyes de nuestras percepciones sensibles y de nuestra lógica. Nosotros nos acordamos en nuestra liturgia, incluso del futuro (subrayado en el texto)[25]

Oigamos también a otro teólogo ortodoxo, Paul Evdokimov: «Durante la liturgia, por su poder sagrado, somos proyectados al punto donde la eternidad se cruza con el tiempo, y en este punto nos convertimos en contemporáneos reales de los acontecimientos bíblicos desde el Génesis hasta la Parusía[26]…» Y en otra obra: «Es aquí donde hay que distinguir el tiempo profano, corrompido, negativo de la caída y el tiempo sagrado, rescatado y orientado hacia su realización positiva… cada instante puede abrirse desde dentro a una dimensión completamente distinta. Es el tiempo sagrado o litúrgico. Su participación en lo absolutamente distinto cambia su naturaleza. La eternidad no está ni antes ni después del tiempo, ella es esta dimensión a la que el tiempo puede abrirse… Por eso la oración de la anamnesis puede «acordarse» de toda la economía de la salvación, incluida la Parusía[27]

Esto aparece muy claramente en el formulario de la liturgia eucarística de Jerusalén: «Haciendo por tanto memoria… de su segunda venida gloriosa y terrible cuando venga… te ofrecemos[28]…» Ahora bien, se sabe que «este trinomio: ascensión-sesión-vuelta, lejos de ser una particularidad de Santiago, recibió una difusión considerable en las anamnesis orientales[29]».

(Se observará que, desgraciadamente, en nuestros formularios franceses[30] actuales, después de haber anunciado el memorial, se le explicita restableciendo siempre la distinción pasado-presente-futuro, sin dejar entender que el memorial permite trascender, precisamente, esta distinción.

Así es que, en estos formularios, no se «celebra» nunca la muerte de Cristo, sólo se la «recuerda».

En su nueva fórmula de anamnesis, la Iglesia anglicana «celebra» el sacrificio de la cruz[31].)

De momento, no diremos más sobre esta noción del tiempo. Pero tendremos que volver a ella continuamente a través de nuestro estudio aportando puntualizaciones.

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2. Categoría del espacio: el problema de la presencia real

El problema de la presencia real en la eucaristía y el del sacrificio están muy unidos porque, evidentemente, para que pueda darse en ella verdadero sacrificio, es necesario que la víctima esté allí y que su cuerpo esté allí. El sacrificio de la cruz es un sacrificio ofrecido en la carne; el sacrificio de la misa no sería ya el de la cruz si solo hubiera en ella presencia de la persona de Cristo sin presencia de su cuerpo, o si tomase para darse a nosotros un nuevo cuerpo, un cuerpo de pan y de vino, como en otro tiempo tomó un cuerpo de carne. No, es necesario que el pan y el vino consagrados sean su cuerpo de carne.

Ahora bien, paradójicamente, en el mismo momento en que la identidad no sólo específica, sino incluso numérica, entre el sacrificio eucarístico y el de la cruz, parecía mejor asegurada, he aquí que la presencia real del cuerpo de Cristo parece, más que nunca, plantear dificultades. Aún habría que distinguir porque, desde el punto de vista exegético, hubo una época en la que pareció llegarse a progresivamente a un acuerdo en torno a las palabras eucarísticas: «éste es mi cuerpo… éste es el cáliz de mi sangre», al menos para darles un sentido muy fuerte, mucho más allá de toda alegoría, por rica que espiritualmente pudiera parecer. El problema, a decir verdad, no es de orden exegético. Todo el mundo está dispuesto a atribuir a estas palabras el sentido más fuerte y más realista posible, pero con dos condiciones: en primer lugar –y esta condición es absoluta– que el sentido así obtenido no sea absurdo; en segundo lugar, si es posible –y esto es vivamente deseado– que haya algún indicio en la Tradición judía de que se está en la pista correcta. Los estudios realizados sobre el símbolo o el sacrificio en la mentalidad primitiva y en las grandes religiones antiguas comienzan ya, en este sentido, a darnos indicaciones preciosas. Pero parece que se podría avanzar también un poco en el problema, sólo a partir de los datos más tradicionales de la fe cristiana, tratando simplemente de explicitar la categoría del espacio que ellas implican. Recuperando la categoría del tiempo, implicada por el sacrificio eucarístico, es como mejor se ha podido comprender éste; tal vez sea también despejando mejor la categoría del espacio, que se corresponda con la fe en la presencia real, como podrá comprenderse mejor el alcance de ésta y en qué sentido no es absurda.

Partiremos de un dato muy antiguo común a la fe de toda la Iglesia desde los primeros siglos: la afirmación de que el cuerpo de Cristo en la Eucaristía no se multiplica por el número de trozos de pan consagrados, ni tampoco se divide cuando se rompen. Esta afirmación constante es la que analizaremos a partir de una homilía de San Juan Crisóstomo. Éste es un testigo privilegiado de la fe de la Iglesia, puesto que fue él el que compuso, en el siglo IV, la liturgia eucarística todavía en uso en todas las Iglesias de rito bizantino. Ahora bien, él había sentido y expresado perfectamente esta unión profunda entre la unicidad del sacrificio de la misa y la unicidad del cuerpo de Cristo: Él acababa de mostrar, en su homilía, la inanidad de los sacrificios paganos. Ninguno de ellos parece ser eficaz puesto que hay que repetirlos y multiplicarlos continuamente. Le viene entonces la idea de que su lector le podría dar la vuelta al argumento a propósito del sacrificio eucarístico: «Pero ¿no ofrecemos nosotros diariamente el Sacrificio? Lo ofrecemos, reconoce, pero haciendo la anamnesis de su muerte. Y ésta es única, no múltiple. Él se ofrece una vez, como entró una vez en el Santo de los Santos. La anamnesis es la figura de su muerte. Es el mismo sacrificio el que ofrecemos, no el uno hoy, el otro mañana (notemos de paso la identidad numérica así claramente afirmada). Solo hay por todas partes un Cristo, todo entero aquí y allá, un solo cuerpo. Y así como un solo y mismo cuerpo se ofrece en diversos lugares, así también hay un solo sacrificio. Este sacrificio es el que seguimos ofreciendo ahora. Éste es el sentido de la anamnesis: realizamos la anamnesis del sacrificio[32] …»

Pero pasamos al análisis anunciado: supongamos, en el altar, un copón que contiene 200 hostias. Después de la consagración, cada una de estas hostias es el cuerpo completo de Cristo. Sin embargo, el cuerpo de Cristo no es «editado» en 200 ejemplares por la consagración. Sólo sigue habiendo un solo y único cuerpo de Cristo en un único ejemplar. La fe común de la Iglesia entraña por tanto, en realidad, una distinción entre dos niveles en la realidad constituida por las hostias consagradas.

En el nivel sensible de la realidad, hay 200 hostias, 200 trozos de pan consagrados, realmente distintos, yuxtapuestos en el espacio e independientes los unos de los otros: si algunos llegan a quemarse, los demás no quedan sin embargo destruidos.

Pero a otro nivel de la misma y única realidad, a un nivel accesible sólo a la fe, pero igualmente real, sólo hay en este copón un solo cuerpo de Cristo en un único ejemplar.

Esta distinción de dos niveles de la realidad nos es también confirmada por la siguiente constatación: nada de la realidad sensible del pan o del vino ha cambiado por la consagración, nada lo que hacía que yo reconociera en ella pan o vino. No puedo concebir que estas propiedades del pan o del vino consagrados sean pura ilusión. Hay por tanto, al menos, un nivel de realidad, precisamente el nivel sensible que, incluso después de la consagración, conserva toda su consistencia e incluso una cierta autonomía con relación al nivel profundo, solo accesible a la fe.

Por el contrario, cuando la hostia consagrada se disuelve en mi estómago, o si una hostia consagrada llega a quemarse en un incendio, se admite normalmente que el cuerpo de Cristo no se encuentra allí ni disuelto ni quemado, lo cual implica, también aquí, el reconocimiento de una cierta autonomía entre estos dos niveles de la realidad.

La autonomía no debe entenderse sin embargo como si llegase a la alteridad. No hay dos realidades distintas y simplemente unidas. El pan consagrado no «contiene» el cuerpo de Cristo; no lo transmite tampoco «con» él, a modo de acompañamiento, sino que «es» el cuerpo de Cristo, por modo de identificación y este modo de identificación es el que ahora se trata de concretar poco a poco.

Resulta ya de todo lo que anterior, que tal hostia, marcada de la alfa a la omega, y realmente distinta, al nivel sensible de la realidad, de otra señalada con una cruz, ya no se distingue de ella en absoluto, al contrario, incluso numéricamente, al nivel profundo de la realidad alcanzada por la fe, al nivel en el que cada una de estas dos hostias es el mismo y único cuerpo de Cristo todo entero. En cuanto hostias, en cuanto trozos de pan, ésta «y» aquella son realmente distintas, lo que revela bien su yuxtaposición en el espacio, y se las puede contar; pero en cuanto cuerpo de Cristo, ésta «es» aquella, a pesar de su yuxtaposición en el espacio y ya no hay posibilidad de contar puesto que sólo hay un único cuerpo de Cristo. Existe identidad de la una con la otra, coincidencia de la una con la otra.

Más aún, si rompo una hostia, no rompo el cuerpo de Cristo y él se encuentra por entero en cada mitad de la hostia. Pero no se encuentra así, todo entero en cada mitad, por una especie de desdoblamiento y de reagrupación, al final de la cual habría dos cuerpos de Cristo. Él se encuentra todo entero en cada mitad de la hostia porque ya estaba así antes incluso de que yo la rompiese. Y si continúo rompiendo cada mitad, ocurre siempre lo mismo indefinidamente, sin ninguna multiplicación del cuerpo de Cristo. De donde resulta que, al nivel profundo de la realidad que sólo la fe puede alcanzar, al nivel en que se sitúa la presencia del cuerpo de Cristo, no sólo todas las hostias consagradas coinciden entre sí, son idénticas, sino que también al interior de cada una de ellas todos los puntos del espacio coinciden igualmente.

He aquí por tanto que la consagración, al poner en relación el cuerpo de Cristo y las hostias, hace aparecer en nuestro mundo caído, sometido a la yuxtaposición de los puntos del espacio igual que a la sucesión de los instantes en el tiempo, una nueva relación posible de la materia al espacio, en la que todos los puntos del espacio consagrado parecen misteriosamente coincidir.

En todo esto solo hemos hecho destacar, nos parece, lo que implica nuestra fe en la presencia real. Al hacerlo, somos llevados a tomar mejor conciencia de lo que este modo de presencia tiene de radicalmente nuevo. El gran error de intentos de explicación como la teoría de la «transubstanciación», imaginada por Santo Tomás de Aquino, es de reducir demasiado el misterio de la presencia real a un milagro como el de las bodas de Caná, a un milagro en el que se pasa de una realidad de este mundo a otra realidad de este mismo mundo. La consagración es concebida como un simple milagro, con la única diferencia de que es invisible. De aquí todas las razones de simple conveniencia para explicar esta invisibilidad. Mientras que si la presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía no es sensible para nosotros, es porque, en sí, este modo de presencia no puede serlo. Como dice muy bien Paul Evdokimov, teólogo ortodoxo, en un excelente estudio[33], la Eucaristía es «un milagro que no es físico, sino metafísico y «metafísico» es utilizado aquí en el sentido absoluto de este término, más allá de los límites de este mundo, milagro metacósmico y metaempírico. En efecto, el cuerpo celeste del Señor no pertenece ya a la realidad de este mundo…». Entre otras palabras, para expresar el resultado de la consagración, los Padres griegos empleaban la de «métabolè» (u otras parecidas, compuestas con frecuencia con el mismo prefijo «meta»). Evdokimov lo comenta así: «En el espíritu de los Padres, el término «metábolo», de «metaballô» quiere decir lanzado o proyectado “más allá» de sí mismo y asimilado a los transcendente[34]Aristóteles utiliza la palabra «métabolè» en plural, para hablar de la emigración de pájaros. En composición, «meta» señala frecuentemente el cambio de lugar o la sucesión en el tiempo. El pan y el vino son proyectados a otro espacio y a otra forma de tiempo.

Se trata por tanto también de una presencia real del cuerpo de Cristo, de su carne y de sus huesos, y por tanto de una presencia material, lo que casi todos los defensores de la vieja teoría de la «transubstanciación» se ven poco a poco obligados a abandonar, lo mismo y por las mismas razones que los teólogos más decididamente innovadores. Se trata también de la presencia material del cuerpo de Cristo, pero de una manera glorificada que tiene una relación al espacio y al tiempo de una manera totalmente nueva mucho más allá de todas nuestras representaciones. «El cuerpo glorificado de Cristo está más allá del mundo todavía material», nos dice P. Evdokimov, utilizando aquí la palabra «material» en el sentido de «materia caída» sometida todavía a la ley de la yuxtaposición en el espacio. Y continúa: «Es un estado en el que el espíritu posee las energías de la corporalidad. No es tampoco la «ubiquitas», la omnipresencia; el cuerpo celeste de Cristo es transcendente a todo lugar, no está en todas partes, porque está fuera y más allá del espacio, mientras conserva el poder de manifestarse en un lugar y en todos los puntos del espacio[35]…» Se habrá observado sin duda, en estas últimas líneas, la afinidad del paralelismo entre las categorías, así liberadas, de espacio y del tiempo. Los actos salvadores de Cristo, y muy en especial su Pasión, no se nos hacen presentes por la liturgia según su manifestación sensible normal e histórica, que pertenecía totalmente a un lugar y a un momento determinado, y que, parece lógico, no podría hacerse presente en ningún otro lugar ni en ningún otro tiempo. Es a través de otra manifestación sensible, la de los «símbolos» litúrgicos, volviendo a dar a esta palabra toda su fuerza primitiva, como los actos salvadores de Cristo nos alcanzan. A este respecto, tal vez no es muy exacto decir que la liturgia nos convierte en «contemporáneos» de los actos salvadores de Cristo; porque entonces, deberíamos poder percibirlos según su manifestación sensible normal. Pero es precisamente en cuanto que trascienden las condiciones espacio-temporales de este mundo como los actos salvadores de Cristo pueden alcanzarnos en cualquier lugar y no importa en qué tiempo. Pero, desde ese momento, es evidente que no podrían hacérsenos presentes en todo lugar y en todo momento según formas de manifestación que son precisamente lo propio de nuestro espacio y de nuestro tiempo.

El sentido de este misterio no es solo el patrimonio de algunos teólogos de excepción. Es la conciencia popular de los fieles de todas las Iglesias de Oriente la que está impregnada de ello, en primer lugar por la propia liturgia que, como hemos visto, «se acuerda» del futuro, pero también por la iconografía de las iglesias. Muchas veces, debajo de la cúpula central del edificio, se representa «la divina liturgia»: Cristo celebrando la santa misa en medio de los ángeles, vestidos como diáconos. Es el mismo y único sacrificio, celebrado en el tiempo bajo la cúpula, y evocado en su eternidad sobre la cúpula, en el fondo del coro o por encima de las puertas centrales del iconostasio, ante las cuales vienen los fieles a comulgar, por la representación de la comunión de los apóstoles: Cristo, representado dos veces, en cada lado del altar, dándose en comunión por el pan y el vino, de un lado a seis apóstoles con San Pedro a la cabeza, y de otro lado, seis apóstoles con San Pablo a la cabeza. Ahora bien, San Pablo no estaba allí. Pero es que, en realidad, como la misa sigue siendo el único sacrificio de Cristo en cruz, solo hay una sola y única escena de la comunión, a la que todos somos llamados a participar en cualquier momento del tiempo. Virgil Gherghiu, sacerdote e hijo de sacerdote en una pobre aldea de Rumanía, cuenta cómo le explicaba su padre que en su pequeña iglesia estaban presentes todos los muertos de la aldea y de todos los que nacerían en los siglos futuros: «En nuestra pequeña iglesia, como en todas las iglesias, no había pasado, presente ni futuro.[36]»

 f) Las teorías científicas contemporáneas sobre la relatividad del tiempo y del espacio.

¡Tranquilos! no vamos a intentar demostrar aquí que todo lo que hemos adelantado, como hipótesis, a partir de datos de la fe, se encuentra confirmado por la ciencia o la filosofía modernas. Sería completamente imposible, e incluso absurdo planteárselo. Este tipo de concordancias es siempre artificial y sus pocos logros han resultado siempre efímeros.

Las teorías de la relatividad no demuestran de ninguna manera que las categorías de tiempo y de espacio a las que hemos llegado sean exactas. Pero sí confirman que tales hipótesis no son absurdas y que, de todos modos, el error indudable sería creer que el tiempo y el espacio son, real y absolutamente, tal como nosotros los percibimos. Esto ya es mucho.

No entraremos en los detalles de estos problemas, que no son de nuestra competencia. Nos contentaremos con algunos resúmenes de obras de vulgarización y sacaremos luego de ellas algunas conclusiones.

He aquí pues, en primer lugar, algunos ejemplos concretos de lo que ofrecen las leyes de la relatividad[37]: «… un reloj aplicado a un sistema en movimiento funciona a un ritmo diferente al de un reloj inmóvil. Una regla marco aplicada a un sistema en movimiento cambia su longitud con relación a la velocidad del sistema… Estos cambios particulares no tienen absolutamente nada que ver con la construcción del reloj o la composición de la regla. El reloj puede ser un reloj de pared, de muelle o de arena. La regla puede ser de madera, de metal o un cable. La ralentización del reloj y la construcción de la regla no son fenómenos mecánicos. Un observador que se desplace al mismo tiempo que el reloj y que la regla no percibirá en ellos ningún cambio, pero un observador inmóvil, es decir inmóvil con relación a los sistemas en movimiento, contará que el reloj se ha ralentizado con relación a su reloj inmóvil, y que la regla en movimiento se ha contraído con relación a su marco de medida inmóvil…» A medida que aumenta la velocidad, el reloj se ralentiza y la regla se encoge en la dirección de su movimiento. «Una regla que se desplaza a una velocidad de 90 por ciento con relación a la velocidad de la luz se reducirá más o menos a la mitad; pasado este límite, la contracción se hace más rápida, y, si la regla pudiera alcanzar la velocidad de la luz, se contraería hasta desaparecer completamente. Del mismo modo, un reloj que viajase a la velocidad de la luz se detendría por completo[38]

El corazón humano forma también, por su latido regular, una especie de reloj: «Por eso, según la teoría de la relatividad, los latidos del corazón de un individuo, desplazándose a una velocidad cercana a la de la luz, se verían relativamente ralentizados, lo mismo que su respiración y que todos los demás procesos fisiológicos. No tomaría conciencia de su disminución de velocidad porque su reloj se ralentizaría de la misma manera. Pero desde el punto de vista de un observador inmóvil envejecería con menor rapidez. En un universo de fantasía, es posible imaginar algún explorador cósmico situado a bordo de un vehículo atómico capaz de alcanzar la velocidad de 265.000 kilómetros por segundo y volviendo a la tierra después de diez años terrestres para descubrirse con una edad de sólo cinco años más[39].» La ciencia ficción ya nos ha familiarizado por su parte con este tipo de extravagancias. Pero, aunque tales viajes a tales velocidades son realmente ficción y no anticipación, la ley así expresada en este ejemplo sí parece responder a la realidad.

Señalemos ya que, según estas teorías, si por un imposible se llegase a superar la velocidad de la luz, lo que parece para nosotros irrealizable para siempre, la lógica de estas leyes exigiría que entonces se volviera atrás en el tiempo

Pero algunos autores llegan ya a estas hipótesis: es así como Robert Blanché, después de haber resumido las teorías de Boltzmann sobre la entropía de los sistemas cerrados, saca de ellas «las siguientes consecuencias, en los que se refiere a la flecha del tiempo:

A) Como su irreversibilidad es un hecho de tipo estadístico, ya no tiene un carácter absoluto. Prácticamente, esto no cambia nada, pero, teóricamente, hay una diferencia fundamental entre una imposibilidad y una improbabilidad, incluso prodigiosa. Esto significa que no es una ley física la que prohíbe la inversión, sino sólo una ley de probabilidad: lo mismo que ninguna ley física impide que al barajar una baraja de cartas se termine recomponiendo el orden inicial, aunque no debe esperarse.

B) Como pertenece al orden estadístico, la irreversibilidad sólo se aplica a conjuntos: se pueden barajar una baraja de cartas, no la jota de picas solamente…

C) Y para que la flecha se aplique a un conjunto de individuos, se necesita también que éste, para ver deshacerse su organización, posea ya cierto grado de organización… Esto demuestra que la irreversibilidad del tiempo debe distinguirse del orden del tiempo[40]».

Algunos han replicado a las posiciones de Boltzmann que llevarían a admitir, en algunos casos, la inversión de la flecha del tiempo. Pero nos responde R. Blanché: «Boltzmann acepta la consecuencia, y concibe la posibilidad de una alternancia de las direcciones temporales, definidas sección por sección a través de procesos estadísticos. Lleva incluso la audacia hasta plantear la posibilidad de un universo formado por muchos dominios separados unos de otros por inmensos espacios vacíos, y que tendrían direcciones temporales opuestas. Es cierto que entonces la simultaneidad de esos universos invertidos presupone una especie de super-tiempo, pero le bastaría a éste conllevar un orden, como una línea del espacio; él no tendría, como tampoco ésta, dirección privilegiada[41]

Pero no fue solo Boltzmann el único que planteó estas hipótesis: «En nuestra época, algunos sabios no recelan introducir la idea de una inversión de la flecha del tiempo para la explicación de algunos hechos físicos. Por ejemplo, Feynman sugiere que el electrón positivo o positrón es un negatrón que remonta el curso del tiempo. A escala cosmológica, Gödel piensa en un universo «giratorio» en el que sería posible teóricamente, si no precisamente invertir la flecha del tiempo, al menos volver al pasado[42]

Otras teorías nos afectan menos directamente, pero no tienen menos interés. He aquí cómo la concepción no continuista de los cuanta puede repercutir en las nociones de espacio y de tiempo. En la teoría cuántica del átomo presentada por Bohr en 1913, las transformaciones del átomo deberían concebirse, sigue diciéndonos R. Blanché, «como realmente instantáneas, introduciendo en el futuro una discontinuidad que escapa por naturaleza a toda representación en base a la duración. Y los propios estados estacionarios, en cuanto estacionarios precisamente, son sustraídos al futuro. El átomo funciona, en cierto sentido, «fuera del tiempo», manifestándose éste solamente como una sucesión discontinua de traslaciones instantáneas. Y asimismo, el salto cuántico de un electrón de una órbita a otra no se hace siguiendo un paso continuo a través de las posiciones intermedias, no implica trayectoria, se realiza, en cierta manera, «fuera del espacio», a través de ocupaciones locales sin recorrido entre ellas. En microfísica necesitamos, dice Bohr, «trascender» los marcos usuales del espacio y del tiempo. Estos «emergen» solamente a cierto nivel, por debajo del cual el microfísico debe aprender a practicar nuevas maneras de pensar, independientes de las exigencias de la representación intuitiva… Nada impide sin embargo, si se prefiere, continúa nuestro autor, hacer descender el espacio y el tiempo a ese nivel elemental, pero entonces son los mismos espacio y tiempo los que van a tomar un carácter granular. Diversos autores han llevado hasta aquí la audacia, los unos se contentan con plantearse la idea, los otros llegando hasta calcular el valor de esos átomos de espacio y de tiempo, de esos «hodrones» y de esos «cronones»[43]

Cierto que algunos comienzan a preguntarse si no van, esta vez, un poco demasiado lejos en la exploración hipotética de todas las concepciones posibles del tiempo y del espacio, y si no harían mejor volviendo, a pesar de todo, a concepciones más cercanas a nuestra experiencia diaria. Pero otros, por el contrario, continúan abiertamente con este cuestionamiento de nuestros esquemas más habituales; y en ciertos puntos los descubrimientos más recientes parecen obligarnos a ello. Se nos habla de «cuerdas», de «super-cuerdas», de universos paralelos, de multi-universos. Se nos afirma, como una evidencia, que los términos de «partículas» o de «ondas» no permiten ya dar cuenta de la realidad y de que va a ser necesario construir una nueva física[44].

Es lo que nos muestra Olivier Costa de Beauregard a propósito de los últimos ensayos (1972 y 1974) para llevarnos a posiciones más clásicas[45]. El descubrimiento de la «no-separabilidad» parece haber marcado así una etapa importante en la apertura de esos nuevos caminos para comprender lo real[46].

Y otros calculan ya cuales serían las propiedades de un universo que estuviera formado de partículas que sólo existieran a velocidades superiores a la de la luz, los “takiones”. Se descubre entonces que sería un mundo que presentaría características totalmente coincidentes con las de la conciencia[47]. A través de una intuición convergente, Costa de Beauregard nos dice que «la no-separabilidad cuántica, con sus aspectos espaciales y temporales, debe tener consecuencias comprobables en neurofisiología, y probablemente mucho más allá, en todo el campo de la biología, incluidas ontogénesis y filogénesis[48]

Se trata en efecto de un descubrimiento extraordinario que se puede resumir en pocas palabras: si dos partículas interactúan, permanecen luego correlacionadas (o intricadas) cualquiera que sea la distancia que las separa, aunque sea años-luz. Lo que quiere decir que actuando sobre la una, se actúa inmediatamente sobre la otra. «Inmediatamente» hay que tomarlo en el sentido más fuerte. No hay la menor demora de tiempo entre la modificación efectuada en la una y la modificación producida en la otra y esto, una vez más, cualquiera que sea la distancia que pudiera separarlas. No puede tratarse por tanto de una comunicación que se hiciera a la velocidad de la luz o incluso más rápidamente. Solo puede por tanto entregarse a hipótesis, más fantásticas la unas que las otras. ¿Puede haber en esto lazos instantáneos, como una especie de telepatía, entre cualquier punto del espacio? ¿O el espacio es solo real para nuestros sentidos y al nivel de la realidad en que vivimos?

Sea lo que sea, no queda menos adquirido que: «Ni el espacio euclidiano, ni el tiempo irreversible, que son los de nuestra experiencia intuitiva ordinaria, se imponen a nuestra razón. Cierto que es psicológicamente difícil representárselo, pero no es ningún absurdo lógico concebir un espacio no euclidiano o un tiempo reversible[49]

g) Conclusiones a sacar de ello para nosotros

Nos contentaremos, para terminar, con las siguientes observaciones:

  1. Parece aceptado que no podemos razonablemente hacer como si nuestra percepción del tiempo y del espacio nos ofreciese la última palabra. Hay un misterio del tiempo y del espacio. El sabio como el filósofo no pueden ya desentenderse de él. Lo que es esa realidad profunda del tiempo y del espacio ellos no pueden decírnoslo y, sin duda, no podrán decirlo jamás. Pero lo que es cierto es que, tomando las leyes habituales de nuestro tiempo y de nuestro espacio tal como nosotros las percibimos, como un absoluto a conservar tal cual cueste lo que cueste, en nuestros intentos de síntesis teológica construiríamos sobre arena.
  2. Se habrá observado sin duda, a través de todos estos textos, la suma libertad de pensamiento de estos hombres de ciencia. Ellos están curtidos en los métodos más rigurosos, conocen las exigencias críticas de la razón, sólo pretenden partir de lo real, ajustarse lo más estrechamente posible a lo real. Y he aquí que es precisamente ese deseo de fidelidad al mundo real que nos rodea, ese deseo de rigor y de crítica el que los mueve a las audacias de pensamiento que hemos visto.
  3. Pero esas hipótesis no son gratuitas. Si el rigor científico y racional de estos sabios no los hace retroceder ante las hipótesis, a primera vista las más fantásticas, no es tampoco por capricho y como por juegos de estetas como llegan a elaborarlas. Su último criterio, en estas investigaciones, sigue siendo el de todo trabajo del espíritu: una mayor inteligibilidad de la realidad observada. Cuanto más exigentes y rigurosos son en la elección de los hechos, las condiciones de su observación y de su reproducción, más dispuestos están luego a admitir e incluso a buscar cualquier hipótesis, por extraña que pueda parecer al principio, con tal de que permita comprender mejor los fenómenos así observados. «Comprenderlos mejor», es decir comprender de manera más sencilla, con un mayor ahorro de medios, la relación entre un mayor número de hechos, con las menos excepciones posibles. La reducción a la unidad sigue siendo el deseo constante de todo esfuerzo de la inteligencia. «Comprender mejor» es finalmente captar mejor la unidad profunda subyacente a tantos fenómenos diversos. Pero, por supuesto, en cada nueva hipótesis la observación y el cálculo deben verificar que la nueva comprensión así propuesta se muestre, efectivamente, más satisfactoria que la anterior.
  4. En teología se parte también de cierto número de hechos. Hacer teología es tratar de comprender mejor la relación entre todos esos hechos. Estos hechos son, en primer lugar, los mismos que para el sabio y el filósofo, porque nada en definitiva de lo que concierne a la creación o al hombre puede ser ajeno al teólogo. Pero hay también ciertos hechos que el sabio no puede, ni debe (al menos ordinariamente) tener en cuenta, porque sólo son accesibles por la fe.

(No se trata evidentemente de hechos del mismo orden. Los hechos científicos se imponen, en principio, a todo hombre de buena fe que posea la competencia adecuada, independientemente de toda opinión religiosa, filosófica o política. Los hechos de fe sólo se imponen a aquellos que comparten la misma fe, como formando parte, al menos implícitamente, de esta misma fe.)

Estos hechos de fe son por el contrario absolutamente privilegiados para el teólogo. También deberá aceptarlos solamente como tales después de un examen riguroso, y permanecer dispuesto en todo momento, si es necesario, a repetir este examen.

Según todo lo anterior, el lector debería ya poder comprender mejor el sentido de la hipótesis que hemos avanzado sobre el tiempo y el espacio. Esta hipótesis parte, ante todo, de datos de fe que el sabio no puede haber conocido. Por extraña que sea, no es absurda y nos parece, de momento, la mejor manera de aportar alguna inteligibilidad a nuestra fe en la Eucaristía. Veremos más tarde que podría aclarar muchos otros problemas.

Disponemos ya por tanto, para continuar nuestra reflexión teológica, de dos grandes categorías. La primera, nos es ofrecida directa y explícitamente por la Revelación, aunque una cierta reflexión, como la que hemos esbozado, sea completamente deseable e incluso necesaria para explicitarla más y concretarla; es la distinción persona/naturaleza. La segunda nos parece implícitamente contenida en nuestra fe en la Eucaristía; pero aquí hay que reconocer que sólo ha sido deducida por un trabajo de reflexión teológica personal, aunque ha sido colectivo y sin ninguna garantía de la Iglesia, si bien esta categoría se encuentra en armonía profunda con la tradición litúrgica; por eso sólo como hipótesis presentamos esta categoría: es la posible coincidencia, al menos en ciertos casos (aunque solo sea en cada celebración eucarística), entre cualquier instante del tiempo y cualquier punto del espacio.

Estas dos categorías se concretarán y se confirmarán, poco a poco, en el transcurso de nuestra investigación. Pero nos parece que, en muchos aspectos, el misterio de la Trinidad y el de la Eucaristía son capaces de aclarar todos los demás. Por eso era necesario comenzar por aquí.

[1] . Poseer la misma extensión (NdT)

            [2]. Mircea Eliade: Trait{e d’histoire des religions (Payot, 1968, p. 329).

            [3]. M. Eliade, op. cit., (p. 333).

            [4]. M. Eliade, op. cit., (p. 337)

[5]. M. Eliade, op. cit., (p. 319).

[6]. Ibid., p. 324.

[7]. Ibid., p. 322.

[8]. Ibid., p. 341-342.

[9] . Bas van Iersel, en un artículo de Concilium (nº 31, enero 1968, p. 13).

[10]. Ibid., p. 14.

[11]. Leenhardt: Ceci est mon corps (1955, p. 47).

[12]. 1965, p. 26

[13]. Gerhard van der Leuuw, L’homme primitif et la religion (Alcan, 1940, p. 45).

[14]. Del que fueron traducidas varias obras en la colección «Lex Orandi».

[15]. Max Thurian, L’Eucharistie (édition de 1963, p. 23).

[16]. Gerhard van der Leeuw, Phénoménologie (p. 348).

[17]. Louis Boyer en La Vie de la liturgie (1956, p. 33).

[18]. Bible et liturgie (1958, p. 188).

[19]. Ibid., p. 188.

[20].Jean de Wattville, Le sacrifice dans les textes eucharistiques des premiers siècles, obra prologada por el pastor Boegner (Delachaux et Niestlé, 1966).

[21]. Op. cit., p. 19.

[22]. Louis Bouyer, op. cit. (p. 33).

[23]. Yerkes, Le Sacrifice, p. 266 (citado por J. de Watteville, op. cit., p. 191).

[24]. Citado por Mons. Basile Krivocheine, en el Mensajero del Exarcado del patriarca de Moscú, nº 48 (p. 211).

[25]. Cyprien Kern, Evkharistia (Ymca-Press, 1947, en ruso, p. 230-231).

[26]. Paul Evdokimov, L’orthoxie (Delachaux et Niestlé, 1959, p. 241).

[27]. Paul Evdokimov, La prière de l’Église d’Orient (Salvador, 1966, p. 52-53).

[28] . André Tarby: La prière eucharistique de l’Église de Jérusalem (Beauchesne, colección «Théologie historique», nº 17, 1972, p. 61-63, y 135-151).

[29] . Ibid., p. 62, nota 47.

[30] . Y en los españoles.

[31]. Ver Irénikon, 1972, p. 400.

[32]. Homilía 17 en Hebr., III, P.G. 63, 130 (citado por Jean de Watteville, op. cit., p. 188-189).

[33]. Eucharistie – Mystère de l’Église, en la Pensée orthedoxe, nº 2 (Ymca-Press, París, 1968, p. 55-60).

[34]. Ibid.

[35]. Ibid.

[36] . Virgil Gheorghiu: De la 25ª heure à l’heure éternelle, nueva edición: Le Rocher, 1990, p. 64.

[37]. Seún Lincoln Barnett: Einstein et l’univers (Gallimard, 1951, p. 79-85).

[38]. Ibid., p. 81.

[39]. Ibid., p. 85.

[40]. Robert Blanché: La Science actuelle et le rationalisme (P.U.F., 1967, p. 20).

[41]. Ibid., p. 21.

[42]. Ibid., p. 23 (nota 1).

[43]. Ibid., p. 44-45.

[44] . Marc Lachièze-Rey, Au-delè de l’Espace et du temps, la nouvelle physique, Éditions Le Pommier, nueva edición totalmente renovada, 2008, p. 395-401.

[45]. Olivier Costa de Beauregard, Le Temps déployé, passé-futur-ailleurs (Le Rocher, 1988, p. 171).

[46]. Ver, por ejemplo, sobre la «no-separabilidad»:

-Bernard d’Espagnat: À la recherche du réel, le regard d’un phisicien (Gauthir-Villars, 1979, sobre todo p. 42 y 89).

-Rémy Chauvin: Quand l’irrationnel rejoint la science (Hachette, 1980, p. 169-170).

-Olivier Costa de Beauregard: La Physique moderne et les pouvoirs de l’esprit (Le Hameau, 1981).

[47]. Régis y Brigitte Dutheil: L´homme superlumineux (Sand, 1990, p. 79-102).

[48]. Le temps déployé (p. 171-172). Ver también: F. Moser: Bewusstsein in Raum und Zeit, die Grundlagen einer holistischen Weltauffassung auf wissenschaftlicher Basis (Leykam, Graz, 1989).

[49]. R. Blanché, op. cit., (p. 22-23).