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Me impresionaron tanto las opiniones de santo Tomás de Aquino y de san Agustín sobre el misterio del Mal que aparecen en estas páginas, que ayer (22.05.16), al salir de misa, le pregunté a mi mujer cuál era, a su juicio, el origen del Mal que vemos en la Creación. No lo dudó ni un momento: el egoísmo de los hombres, respondió. En ese momento comprendí que tiene razón el P. Brune cuando dice aquí que los daños por las opiniones de san Agustín y santo Tomás de Aquino sobre este tema son «generalmente limitados», ya que los sacerdotes y los cristianos en general son enormemente sensatos en estos temas.

El tema es, a mi juicio, apasionante porque de la solución que se dé al origen del Mal depende todo el resto de la teología. Hay una posición en teología que François llama «clásica» y que incluye cinco puntos y una conclusión. Luego, hace una crítica de esta posición «clásica» y en ella se incluye el origen del Mal según santo Tomás y san Agustín. Cuando he leído lo que dice santo Tomás sobre el origen del Mal, me he quedado de piedra. No fui consciente, en su momento, del sistema paralelo al cristianismo «que solo tendrá de cristiano el vocabulario», dice el P. Brune.

Lo grave es que las raíces del mal está en la imagen del Dios que subyace a lo que dice santo Tomás. Su Dios es el de Aristóteles: Dios hace a unos hombres con la intención de dejarlos en la condenación, con el fin de «manifestar» Su «Justicia», mientras que hace a otros con la intención, este vez, de salvarlos eficazmente para manifestar en ellos Su «Misericordia».

La doctrina de san Agustín sobre la predestinación es también increíble. Habla de una «masa damnata», predestinada a la condenación…

Conviene leer despacio lo que se dice de estos dos autores especialmente, porque no tiene desperdicio, aunque nos alejan del origen del Mal que nos da la Biblia. Y esto conviene dejarlo muy claro: «El mal viene de que el hombre se ha separado de Dios, como dice admirablemente el Génesis bajo una forma poética». No dudéis en expresar lo que os sugieren estos textos.

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

CAPÍTULO II. La llamada del Amor: La Creación (final)

3. El misterio del Mal: las falsas soluciones de la posición «clásica»

Podemos volver ahora a la gran objeción con la que tropezamos al afirmar que el único sentido de la creación era el amor de Dios que se nos propone como participación: ¿cómo el Dios de tal Amor pudo hacer un mundo donde está, de hecho, el mal (¡en cuanto de mal!)? A decir verdad, este problema nos ocupará ya hasta el final de nuestra obra, porque es EL Problema. Y este problema seguirá siendo para nosotros finalmente un misterio, cualesquiera que sean las luces, no desdeñables, con que podamos aclararlo.

Pero nos es necesario aquí, en este capítulo sobre la creación, eliminar una falsa solución que es la negación, la mayoría de las veces implícita pero absolutamente radical, de todo lo que hemos podido decir sobre el ser de Dios como Amor, y sobre la relación de este Amor con el mundo, como llamada a otro amor como respuesta.

Desgraciadamente, no nos es posible, en una cuestión tan grave, evitar toda controversia. Nos veremos obligados a exponer y refutar así toda una corriente de pensamiento, jalonada con los nombres más famosos. Y esto, por tres razones:

  1. Desde hace siglos este sistema de explicación ha triunfado casi completamente en todos nuestros manuales. Los autores no hacen sino copiarse unos a otros, siguiendo el mismo plan, poniendo los mismos ejemplos, a reserva de que los mejores introduzcan a veces algunos matices (que aquí desgraciadamente no podremos tener en cuenta) en esta solución, desde hace tiempo convertida en «clásica».
  2. Porque los elementos de solución que propondremos o, mejor tal vez, la dirección que indicaremos, no se presentará, ni mucho menos, sin numerosas dificultades, sin zonas de sombra, de incertidumbre. El camino que tomaremos no es tan evidente, tan fácil, no nos llevará tan lejos en el misterio, como para que podamos renunciar a hacer prevalecer lo que es, sin embargo, lo mejor.
  3. Finalmente, y sobre todo, porque va en ello el honor de Dios y el del hombre, el elevar al menos una protesta contra tantas buenas razones que hacen una fe tan mala.

Cualesquiera que sean los matices de escuelas, el conjunto de sus reflexiones parece que pueden reducirse a cinco argumentos. Lee el resto de esta entrada »

Hace ya tiempo que no aparecía nada en este blog de teología, casi un mes, pero no quiero apresurarme con el libro de François. No tengo ningún interés por epatar con ideas originales, como las que aquí se desarrollan, y prefiero dar tiempo a los sentimientos que en mí suscitan. Por eso salgo a andar y trato de escuchar estos sentimientos que provoca en mí el tema.

La Creación implica tiempo y espacio. De acuerdo. Pero nunca había encontrado en la teología una síntesis tan clara y profunda sobre el misterio del tiempo y del espacio como aquí. Había leído libros de Mircea Eliade (por ejemplo, “Lo sagrado y lo profano”, “Mito y realidad”) y de Max Thurian, a los que cita aquí el P. Brune, pero nunca había leído una síntesis como ésta sobre este tema.

Me encanta también que el autor no trate de mitificar las teorías científicas contemporáneas sobre la relatividad del tiempo y del espacio, ni trate de demostrar nada a través de ellas.

Hay algo, sin embargo, que esta mañana he recordado andando: la idea de que el tiempo y el espacio son consideradas actualmente por muchos como «holograma» y «holocrono». Y esta deducción de algunos científicos actuales me lleva a creer que, según esto, lo que yo hago ahora influye de alguna manera en todos los tiempos y en todos los espacios. ¡Fantástico!

Aunque separado por miles de kilómetros, puedo creer que no es absurdo acompañar a Jesús como a un amigo cuando tan mal lo pasaba en la paliza de los azotes, en el huerto y cargado con la cruz hacia el Calvario. No sé cómo ni por qué, pero esto me dice mucho cuando pienso que todo esto forma parte de mi fe cristiana. No me importa la distancia, ni tampoco el tiempo, para saber que lo que yo ahora hago o lo que yo ahora siento puede tener, según me dicen, una repercusión “cósmica”.

Ya sé que muchos no creen estas cosas y prefieren, según ellos, ser muy “realistas”. Pero ¿qué es ser “realistas”? Porque la “realidad” parce que va más allá del aquí y ahora. ¡Y esto creo que es importante!

Yo sé que algunos leeréis esto despacio y, desde vuestra propia formación, sacaréis sin duda más “petróleo” que yo. Lo importante es que cada uno, desde lo que es, viva una experiencia de espacio y de tiempo.

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

CAPÍTULO II. La llamada del Amor: La Creación (continuación)

2. El misterio del tiempo y del espacio

a) Planteamiento del problema

Todos tenemos una cierta experiencia del tiempo y del espacio. La psicología moderna ha demostrado que esta experiencia comienza con nuestras primeras sensaciones y se elaboraba lentamente a través de los años. No son categorías que se nos dan ya elaboradas desde nuestro nacimiento, son el resultado de un largo proceso de toma de conciencia, a través de innumerables experiencias.

Desde hace mucho tiempo, se distinguían dos clases de tiempo (y a veces también, aunque no explícitamente, dos clases de espacios): el tiempo subjetivo (o psicológico) y el tiempo objetivo (o científico, universal).

Todo el mundo sabe, por experiencia, que a veces un tiempo «objetivamente» muy corto puede parecer «subjetivamente» extremadamente largo; al crecer, todos hemos vivido, al volver en la edad adulta a los lugares de nuestra infancia, la experiencia del estrechamiento de las habitaciones en que habíamos vivido. Existe también por tanto un espacio subjetivo.

Pero, desde las primeras organizaciones de la vida en sociedad, el hombre ha encontrado unidades de medida al margen de toda queja tanto para el espacio como para el tiempo. En nuestra civilización, son únicos el tiempo y el espacio que son tomados en consideración: el tiempo y el espacio medibles con la ayuda de criterios exteriores al hombre.

El tiempo y el espacio «científicos», así elaborados, parecen formar el marco de toda realidad. Parece que pueden ser considerados en sí mismos, independientemente de todo contenido. El uno y el otro parecen infinitos (sin límites), inmutables (sin alteraciones), homogéneos (sin zonas especiales) y continuos (no compuestos de elementos). Presentan, sin embargo, algunas diferencias notables: el espacio es isótropo, es decir que se puede recorrer en cualquier sentido, mientras que el tiempo está orientado, es decir, sólo se puede recorrer en un sentido. Sólo nuestra imaginación puede viajar tanto en el tiempo como en el espacio, pero precisamente porque ella sale de las condiciones de lo real. El tiempo no está solamente orientado. Desaparece. Por eso, no sólo se puede recorrer únicamente en un sentido sino que ni siquiera es posible dejar de recorrerlo.

En cada instante es dado todo el espacio. El espacio es estable, constante. Se puede permanecer en el mismo lugar o volver a él. Nuestro conocimiento de él permanece siempre parcial porque somos finitos, no somos co-extensivos[1] con el espacio, pero en todo momento cualquier punto del espacio es, de por sí, cognoscible. El tiempo sólo aparece desapareciendo. No hay salto hacia adelante o hacia atrás. En el espacio cada uno ocupa su propio rincón. Pero todo el universo conoce a la vez el mismo instante…

Todo este análisis se había hecho poco a poco tan común que era muy difícil imaginar incluso otras formas posibles de espacio o de tiempo. Sin embargo, cantidad de estudios, en campos muy distintos, llevan a un cuestionamiento de esta concepción del tiempo y del espacio. Veremos sucesivamente, aunque muy brevemente:

—La concepción mítica del tiempo y del espacio.

—La categoría bíblica del «memorial».

—Las categorías de tiempo y de espacio implicadas en nuestra fe en la Eucaristía.

—Las teorías científicas contemporáneas sobre la relatividad del tiempo y del espacio.

*

*   *

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No me llama la atención que el P. François Brune trate de la Creación después de tratar el misterio de la Santa Trinidad. Cuando estudiábamos teología nos decían que el amor es «esencialmente difusivo». No me llama, pues, la atención que el Amor de la Santa Trinidad se difunda en el conjunto de la creación y de cada uno de nosotros en particular.

Cuando Brune plantea el sentido de la creación me enfrento al estudiante que fui de teología. En ésta, estudiábamos que Dios creó el mundo «para manifestar sus atributos». El Catecismo de la Iglesia católica, de 1992, lo expresa con esta fórmula: «el mundo fue creado por Dios para su gloria» y el “Denzinguer” con ésta: «Dios creó el mundo para manifestar su bondad». Esto es lo que estudiábamos en la teología “clásica”. Por eso, me llama favorablemente la atención el enfoque que da a este tema nuestro amigo François, considerando la Creación como una llamada de Amor.

Cuando comenta lo que dice la Escritura sobre la Creación, Brune, con sentido del humor, dice que Dios se sirve de figuras «antropomórficas» y no de «petrificaciones». Pone como ejemplo la Encarnación, que nos revela «el rostro humano de Dios». El amor mismo de Dios nos es figurado por el del Padre hacia el hijo pródigo: «Estaba perdido y ha sido hallado», dice el padre lleno de alegría.

Los místicos son también para Brune, en cierto sentido, “fuentes de teología”, porque ellos son los que han vivido más a fondo el misterio de la «llamada de Dios en la encarnación». Cita a nuestro san Juan de la Cruz: «acaba de explicarnos que Dios se entrega tan perfectamente al alma que ésta puede devolver “Dios a Dios mismo y por Dios”. Es por otra parte, señala él mismo, el único don que puede agradar a Dios»

El reverso del problema que plantea dificultades es que Dios se siente afectado por nuestros rechazos. ¡Esto sí que es difícil de comprender! Estudiábamos que Dios es “Acto puro”, como definía Aristóteles a Dios. Como acto puro, no podía verse afectado por lo que hacían sus criaturas. Estaba “en su cocina” sin que nadada ni nadie le hiciera cambiar.

Aquí está el fondo del problema. Para unos, Dios es la «perfección absoluta». El que se haga “mendigo de amor” sería en Dios un fallo. Para otros, es la «intelección subsistente» y no hay reciprocidad entre Él y la criatura. Para François, los místicos y los Padres griegos, como lo fue para san Juan, «Dios es Amor» y busca ser amado, se hace «mendigo de amor»…

Ya sé que para el que no tiene fe, ni este tema ni el de La trinidad tienen ninguna importancia. No me dirijo a ellos, sino a los que quieren profundizar en lo que realmente creemos.

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

CAPÍTULO II. La llamada del Amor: La Creación (inicio)

 Para nosotros, no se trata aquí de iniciar un estudio un tanto sistemático del enorme misterio de la creación. ¿Cómo puede Dios, totalmente inmaterial, crear la materia? ¿Qué es por otra parte la materia? El ser creado ¿constituye un ser nuevo, complementario, al lado del Ser de Dios? ¿En qué sentido está Dios presente en el ser creado, incluso material? ¿Y qué relaciones se dan entre el ser de Dios ―no espacial― y la materia ―necesariamente material―, entre la vida de Dios ―no temporal― y la creada ―unida al cambio, al movimiento, por tanto a la sucesión y, por lo mismo, necesariamente temporal― etc.? Tantas cuestiones, terribles, que nos parecen hasta ahora sin respuesta y que aquí ni siquiera trataremos de plantearnos.

Nos gustaría aquí considerar un solo aspecto en la obra de la Creación, ése que nos parece constituir el nudo mismo de su misterio, ése que nos es al mismo tiempo el menos inaccesible, y que es para nosotros, con mucho, el más importante, puesto que aclara toda la trama de nuestra historia: ése que ya hemos evocado al hablar de Dios, porque se refiere en definitiva tanto y tan íntimamente al Creador como a la criatura. Sólo nos gustaría abordar aquí el misterio de la creación en cuanto que es obra de amor, en la medida en que este misterio no es, en el fondo, sino un aspecto particular del misterio primero, del misterio del Amor.

Comenzaremos así por concretar, a partir de la Escritura y del testimonio de los místicos, cuál es la relación del Dios con el mundo; dicho de otro modo, cuál es el sentido de la creación, por qué nos ha creado Dios, o también a qué responde en Dios nuestra creación.

Abordaremos luego un aspecto especial del misterio de la creación: el tiempo y el espacio. La historia de nuestras relaciones con Dios se desarrolla en el tiempo y en el espacio, pero da la impresión de que el desarrollo de esta historia, desde el pecado hasta la vuelta a Dios, implica aspectos del tiempo y del espacio que no se corresponden con las leyes que podemos observar habitualmente. Trataremos por tanto de sondear un poco, por primera vez, este misterio.

Estaremos así ya mejor preparados, para abordar el problema central del misterio de la creación y que es la negación misma de la creación en el corazón de la creación: el mal. Toda solución que se proponga al problema del mal implica una afirmación sobre nuestra relación con Dios y, en definitiva, sobre el mismo Dios. Bajo este ángulo examinaremos la solución propuesta desde la antigüedad pagana, convertida en «clásica» desde hace muchos siglos. Veremos, muy rápidamente, que responde a una concepción filosófica de Dios que se encuentra, de forma muy consecuente, en toda la teología, puesto que ella preside, en el mismo Dios, todas las relaciones de Dios con el mundo. El rechazo de esta solución y, sobre todo, de sus implicaciones nos obligará a tomar mejor conciencia de las exigencias y dificultades de nuestra primera intuición.

Nuestra propia investigación se continuará a través de los demás capítulos. Lee el resto de esta entrada »

Recuerdo que en la filosofía que estudiábamos, en los años cuarenta del siglo pasado, se daba una definición de la persona que a mí me parecía un alambicado de palabras. Decía: «Persona est rationalis naturae individua substantia», es decir, «Una persona es una sustancia individual de naturaleza racional». Como esta definición la compartís seguramente todos los que habéis estudiado filosofía, por eso empiezo por ella. Se trata de entender un poco, a partir de lo que conocemos, ese misterio central del Cristianismo que constituye el núcleo, la clave, el centro de la vida íntima de Dios: Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Esto es lo que Dios nos ha revelado…

A partir de esta definición de persona que conocemos, podríamos definir así a la Persona divina: «Persona divina est divinae naturae individua substantia», es decir, una «sustancia individual de naturaleza divina». La «sustancia individual» incluiría el “rol social” de cada una de cada Persona en el seno de la Trinidad. El “rol social” del Padre en el seno de la Trinidad es la Paternidad, la Creación… El “rol social” del Hijo es la Filiación, la Encarnación… El “rol social” del Espíritu es la Inspiración…

Pero estos “roles personales” los desempeñan en base a la misma naturaleza, a la misma “esencia” o “substancia”, que es la «naturaleza divina». San Juan nos dice en qué consiste esta naturaleza divina: «Dios es Amor», dice (I Jn 4, 8). Esto significa que, cuando el Padre crea, sale a buscar al hijo pródigo, etc., lo hace desde la naturaleza divina, es decir, desde el Amor que es común a las tres divinas Personas. Lo que mueve al Hijo a encarnarse, a asumir la naturaleza humana, es el Amor que comparte con el Padre y el Espíritu; asume la naturaleza humana (= ser verdadero hombre y poder actuar como hombre) por amor, para que el hombre pueda, en Cristo, incorporarse a la naturaleza de Dios, que es Amor. Lo que mueve al Espíritu a inspirar todo lo que lleva al Amor del Padre y del Hijo y a tener la experiencia de la vida de Dios es la naturaleza que comparte con las otras divinas Personas: el Amor.

Y dice san Juan: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (I Jn 4,7). Hace unos días, volví a ver un CD precioso que me regaló mi amigo José Luís. Se llama «APOCALIPSIS» y en él se ve perfectamente cómo amaba san Juan a los que compartían con él su vida. Por el amor, nos podemos incorporar a la naturaleza de Dios, como san Juan. Esta es una tarea tan amplia y tan profunda que nos llevará toda la vida en el más allá. Iremos evolucionando «de nacimiento en nacimiento» (S. Gregorio de Niza).

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

CAPÍTULO I. La revelación del Amor: La Trinidad (final)

  1. La lógica del Amor

Tratemos, si es posible, de prolongar un poco estos textos con nuestra reflexión. Nuestra inteligencia y nuestra razón son también dones de Dios, y si sabemos utilizarlas respetando el misterio las luces que nos aportarán, lejos de reducir todo y de desecarlo todo, no podrán sino ayudarnos a comprender mejor su coherencia interna y, a través de ella, nutrirnos mejor espiritualmente.

Dios es amor, pero amor perfecto, absoluto, infinito. Como el Amor es el ser mismo de Dios, nada ni nadie puede cambiar lo más mínimo de este amor. Y en este sentido, Dios ama siempre infinitamente a todo ser, con este amor creador, santificador, vivificador que constituye su mismo ser e irradia de él como la luz irradia del sol. Pero el Padre, infinitamente amoroso, sólo puede gozar de este amor que se da y se difunde plenamente dándose de ese modo, si Él es tan perfectamente recibido como perfección pone en darse, si encuentra en aquél a quien se da tanta alegría en recibir todo del Padre, tanta transparencia al don que le hace el Padre de todo lo que Él es, como gozo tiene el Padre de darse enteramente, sin ninguna restricción. El Padre sólo puede sentir infinita complacencia en darse así infinitamente si encuentra en aquél a quien se da una felicidad infinita en recibir todo de Él, Padre, por tener todo y su ser mismo sólo de Él, el Padre, por deberle todo, y por devolverle una infinita gratitud.

Dios no puede sino amar infinitamente todo lo que crea y a todos los que crea. Para poder amar con este amor creador infinito que se da le basta a Dios con crear y ser lo que Él es. Pero Dios sólo puede encontrar alegría infinita en ser el amor infinito que Él es, si encuentra a alguien que sienta también una alegría infinita de ser sólo por Él, y para Él, todo lo que él es y nada más que lo que es, como él lo es.

Dicho también de otro modo, el amor no es sólo gozo de amar, sino gozo también de ser amado; y la alegría del amor solo es perfecta cuando es perfecto el intercambio, cuando el retorno equivale al don. Si el don que Dios hace al amar es infinito es porque lo que Él da es su mismo ser, que es este amor mismo que se da. Pero lo infinito es único. La respuesta a este amor sólo será, a su vez, infinita y digna así del don, si pasa por este mismo amor, si se da con este mismo amor infinito y si es este mismo amor infinito. No hay dos Absolutos, no hay en definitiva dos Amores. Es necesario, por tanto, que sea por el Amor mismo que Él es y que Él da que Dios sea pagado con la misma moneda. Lee el resto de esta entrada »

El profesor de teología Hans Küng ha hecho un “llamamiento al papa Francisco” rogándole que se proceda a una discusión libre y seria sobre la infalibilidad papal. «Este tabú -dice Kung- ha bloqueado las reformas que hubieran exigido revisar posiciones dogmáticas anteriores». En mi modesta opinión, siguiendo al Padre François Brune, no solo ha bloqueado revisar “posiciones dogmáticas anteriores” sino también posiciones actuales de los últimos papas que han obligado a seguir, en las facultades de teología y escolasticados, la teología de santo Tomás de Aquino.

Este texto sobre La Trinidad es un buen ejemplo de esto. El tratado de La Trinidad que se estudia en la Iglesia católica romana sigue la línea teológica de santo Tomás de Aquino, pero este autor sigue a un filósofo pagano, Aristóteles, que como es natural no tenía ni idea del misterio de La Trinidad, puesto que vivió varios siglos antes de que Jesucristo nos lo revelase. Así que Santo Tomás trata de explicar este misterio utilizando las categorías de «procedencias» [el Hijo procede del Padre; el Espíritu Santo procede de Padre y del Hijo, según la teología occidental] y de «relaciones» derivadas de estas procedencias.

Personalmente, considero un verdadero privilegio estar traduciendo la obra principal de teología de Brune. No tiene nada que ver la explicación que él da con la teología sobre La Trinidad que estudié en el seminario mayor y en la facultad de teología de la Universidad Gregoriana. Esta teología me está abriendo a una comprensión que ni siquiera sabía que existía.

Precisamente por esta novedad que se trasluce en esta explicación del misterio de La Trinidad os recomiendo mucha atención a los que leáis este texto que viene a continuación. Estoy seguro de que todos lo vais a entender, especialmente algunos que tenéis preparación universitaria o habéis estudiado teología. Hay que leerlo despacito. Hay que tratar de comprender la perspectiva del amor que aquí utiliza el Padre Brune desde el punto de vista psicológico y desde el punto de vista de las exigencias del amor.

No es que La Trinidad sea complicada, es que el Amor es «expansivo», no tiene más remedio que difundirse; esta es la diferencia entre el “dios pagano” de Aristóteles, que vive tranquilamente “en su cocina”, y el Dios-Padre del Evangelio que sale a buscar al hijo pródigo, el Dios-Hijo que se hace hombre por amor sabiendo lo que le espera y el Dios-Espíritu que nos ayuda a entender todo el amor que Dios nos tiene.

¡Buen día!

PRIMERA PARTE

La exigencia infinita del Amor: Dios y el hombre, la unión imposible

I. La revelación del Amor: La Trinidad

 En las pocas páginas que siguen, no se trata para nosotros de demostrar que la Trinidad era en cierto modo necesaria, que Dios no podía ser de otra manera. De entrada, toda pretensión de este tipo queda desmentida por los hechos. Sólo por la Revelación conoció el hombre el misterio de La Trinidad, y aún tardó mucho tiempo en comprender, poco más o menos, de qué se trataba. Una demostración posterior no resultaría por tanto muy convincente. Pero hay más, un punto de partida así falsearía ya, por su propio estilo, nuestra aproximación a Dios. Se trata del misterio de la vida de Dios. Toda vida supone ya para nuestra inteligencia un misterio, cualquiera que sea el nivel en que esa vida se presente. Pues bien, aquí se trata de la Vida de Dios.

Pero al mostrarnos Dios su vida íntima podemos suponer que no lo hizo sólo para sorprendernos, para proponernos un enigma carente de significación e de importancia. Por tanto, partiendo de esta Revelación que solo Dios podía hacernos, trataremos de comprender mejor en qué consiste y qué nos puede aportar. Trataremos incluso de adivinar tímidamente, de lejos, la significación íntima, la coherencia interna, para comprender mejor el esplendor. Tendremos entonces la sorpresa, a través del misterio de Dios y de la unión de las tres personas divinas, de vislumbrar un poco el misterio de toda unión entre personas, tanto de los hombres entre sí en Cristo, como entre el hombre y Dios.

 1. La dialéctica del Amor

«Dios es amor». La frase está en san Juan y es repetida como un eco por todos los místicos. Es el término menos imperfecto en nuestro lenguaje humano para expresar lo que es Dios, de qué orden es la naturaleza divina. El único medio de que disponemos para hablar de Dios es partir de lo que ya conocemos. Además, el hombre está hecho a la imagen de Dios. Únicamente habrá que estar atentos  para no reducir demasiado a Dios a nuestra imagen. Por tanto, para comprender el Amor que nos ha sido revelado en Dios partiremos del amor humano.

Amor supone intercambio, entrega mutua, y por tanto unión y distinción a la vez. Es la aventura de dos seres distintos que tienden hacia su unión. Todo amor humano, mucho más allá de la posesión recíproca, más allá de la simple alegría de estar juntos, tiende a la fusión total. Platón ya lo describía admirablemente, hablando de los amantes en El Banquete[1]: «Nadie puede creer, en efecto, que es la comunidad del gozo amoroso la que constituye, en definitiva, el objeto con vistas al cual cada uno de ellos se complace en vivir en común con el otro y en un proyecto hasta cierto punto desbordante de solicitud. Sino que es más bien algo completamente distinto lo que desea abiertamente su alma, algo que ella es incapaz de expresar; lo adivina sin embargo y lo hace confusamente comprender.» Platón supone entonces que el dios herrero surge ante los enamorados y les hace esta proposición: «¿No es esto realmente lo que deseáis: identificaros lo más posible el uno con el otro, de manera que, ni de noche ni de día, os desprendáis el uno del otro? Si es esto en efecto lo que deseáis, yo puedo fundiros juntos, fusionaros bajo el soplo de mi fragua, de tal manera que dejéis de ser dos para convertiros en uno y que, mientras dure vuestra vida, viváis en comunión el uno con el otro como formando solo uno.» Entonces, cree el filósofo: «cada uno de ellos pensaría… que acababa de oír formular con toda claridad lo que desde hace mucho tiempo deseaba: ¡que por su unión, por su fusión con el amado, sus dos seres acaben por fin siendo uno solo!»     Lee el resto de esta entrada »

François amigo, recuerdo como si fuera ayer una cosa que me contaste en la plaza de la Puerta de Sol de Madrid y que me impresionó profundamente. Me acuerdo que me hablabas de la dificultad que encontrabas en algunos sacerdotes para hacerles comprender por qué seguías el camino teológico que habías emprendido. Luego, lo cuentas en uno de tus libros. Un sacerdote, compañero de cátedra en un seminario mayor, te había dicho algo así: «Prefiero equivocarme obedeciendo a Roma, que ser fiel a la verdad». Me impresionó entonces y me impresiona ahora. ¡Hace falta, a mi juicio, ser infantil o no entender nada de aquello de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad…» para sostener semejante tontería!

Te digo esto, porque, antes o después, leyendo esta obra tuya tenemos todos que enfrentarnos a esta disyuntiva: seguir lo que consideramos verdad de tu obra teológica por los nuevos caminos que abres y que están, a veces, en desacuerdo con la teología que estudiamos en seminarios y facultades de teología o seguir, de manera acrítica e infantil, la teología que allí se imparte de Santo Tomás de Aquino.

Hoy, por ejemplo, nos hablas de otro cristianismo que existe desde lo orígenes, de la Tradición que siguió la Iglesia desde los primeros siglos a través de los santos Padres. Explicas muy bien esta Tradición en la que no se habla de Dios a partir de los principios de Aristóteles o de Hegel, ni de ningún filósofo, sino del Dios del Evangelio, Padre del hijo pródigo, que se conmueve cuando su hijo se va de casa y lo recibe con emoción cuando vuelve.

A mí me gusta más esta manera de presentar a Dios y a la teología. Porque hablas del Dios-Padre del Evangelio; porque tratas de ser fiel, François amigo, a la línea trazada por aquellos teólogos (los santos Padres) que “veían” a Dios antes de hablar de Él; porque incluyes en tu teología las experiencias de los que vivieron más en serio el cristianismo, los místicos; porque tienes la valentía de estudiar en serio los mensajes venidos del más allá, las experiencias de muerte provisional y los nuevos paradigmas científicos en lugar de la filosofía de Aristóteles… Gracias por todo ello.

Me gustaría descubrir a los amigos, a quienes envío estos correos, el mecanismo que hace que uno aprecie y valore esta línea de teología. Ojalá lo consigamos un día, querido François.

¡Buen día!

FRANÇOIS BRUNE: “PARA QUE EL HOMBRE SE CONVIERTA EN DIOS” (3)

INTRODUCCIÓN (2ª PARTE)

Existe otro cristianismo desde los orígenes

Ahora bien, desde los orígenes del cristianismo existe otra tradición. Era incluso, al principio, la Tradición: la de la única Iglesia común, la de los «Padres», es decir, de todos los que, con su vida y su enseñanza, habían fundado la Iglesia. Esta tradición no habla de Dios a partir de principios de Aristóteles o de Hegel, ni de ningún otro filósofo. No se trata de un esfuerzo del hombre para intentar imaginar a Dios desde el exterior. La Tradición de la Iglesia primitiva parte de la experiencia de Dios presente en el hombre y sentido, más especialmente, por los santos, por los profetas, por estos Padres de la fe.

«Nadie es teólogo si no ha visto a Dios», se dice en la versión siríaca común de las Centurias de Evagre el Póntico; o también en la versión llamada «íntegra», más fiel al parecer al original griego, pero menos extendida: «Así como no es lo mismo para nosotros ver la luz y hablar de la luz, así tampoco  es lo mismo ver a Dios y comprender algo sobre Dios[1].»

Se le pueden explicar a un ciego todas las teorías corpusculares u ondulatorias sobre la luz. Se le pueden hacer comprender las leyes de la refracción de los rayos luminosos. Pero para hacerle disfrutar de las alegrías de la luz a través del paisaje de un bosque o de los últimos rayos del sol sobre la mar la inteligencia no basta. Solo cuenta la experiencia. El que no haya pasado por esta experiencia seguirá muy escéptico escuchando los relatos de los que han visto. A decir verdad, no comprenderá siquiera de qué hablan realmente.

Hoy día nuestra teología está hecha por ciegos.

No es que Dios sea hasta ese punto inaccesible y que nuestros teólogos no sean todavía suficientemente inteligentes. Es que no es con nuestra inteligencia como podemos ver a Dios, sino con el corazón, o también con lo que los místicos llaman el «fondo del alma» o el «sutil punto del alma». Infinitamente lejano, inaccesible a nuestra inteligencia, Dios es al mismo tiempo más íntimo a nosotros que nosotros mismos, inmediatamente cercano, como una fuente que brota continuamente en el fondo de nosotros mismos, una fuente de Vida y de Amor.

Es por tanto un cambio completo de perspectiva. No se trata de preguntarse, a priori, si se puede concebir a Dios y eventualmente, más allá, una cierta forma de unión con El. Se trata de dar cuenta de una unión que ya ha tenido lugar en el fondo de nosotros mismos, de la que uno está seguro, porque la ha experimentado; ahora solo se trata de gritarla sobre los tejados porque nos  vuelve locos de alegría. Lee el resto de esta entrada »

 

Acabo de ver un documento que me ha enviado nuestra amiga María José, desde Ourense, sobre «diez «falsificaciones» de alimentos que se están haciendo en China: arroz, leche, miel, agua embotellada, fideos, vino, etc«. Como dice el mismo documento, es “aterrador” lo que están haciendo.

Comienzo con esto porque el texto de hoy del P. François Brune podríamos también titularlo «las falsificaciones de la Iglesia». Como Institución, debería ser puente que nos lleve a Dios, fuente de agua limpia que sacie nuestra sed de Dios… ¡pero no es así! Leed por qué. Lo grave es que, según Brune, no es solo una crisis de la Institución. Es algo mucho más hondo: ¡la crisis llega a la fe! La crisis, dice él, no es solo de indisciplina dentro de la Iglesia, algo que siempre ha habido. Lo grave es que afecta a la fe; la Iglesia estaba llamada, por ejemplo, a hablarnos de un Dios padre del Hijo pródigo, lleno de Amor y misericordia, y en lugar de este Dios, viene a decir Brune, nos da –a través de Santo Tomás de Aquino– el Dios de Aristóteles, que no puede ni siquiera oírnos, porque ya no sería “acto puro” y dejaría de ser Dios…

Intentaron una “restauración”, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, pero fue una restauración fallida, dice este teólogo, porque la Iglesia católica romana sigue prisionera de sus viejos demonios. Continúa buscando a Dios, ante todo por la inteligencia y no por la experiencia de Dios. El actual hundimiento de la Iglesia católica es ante todo el de su teología, dice Brune. Mientras se siga imponiendo una teología “racionalista”, dando como maestro a Santo Tomás de Aquino, no hay salida posible. La Iglesia debe acercarnos a “experimentar a Dios”. Si falla en esto, comete fraude.

Las «falsificaciones» de China y estos «fraudes» de la Iglesia a la que pertenezco me llevan a pensar en mis propios fraudes y falsificaciones. Pero ésta es, a mi juicio, la grandeza de François como teólogo: no se queda en la superficie, ni en una crítica demoledora y fácil. Apunta a las causas y, como veremos en la continuación de esta introducción, apunta a una salida airosa: la de los Santos Padres del Oriente cristiano, la de los místicos de Occidente, las experiencias cercanas a la muerte, los descubrimientos de la nueva ciencia física…

¡Buen día!

FRANÇOIS BRUNE: “PARA QUE EL HOMBRE SE CONVIERTA EN DIOS” (2)

INTRODUCCIÓN (1ª PARTE)

30 AÑOS DESPUÉS

Hace treinta años, cuando aparecía la primera edición de este libro, parecía superado, provocador, anclado en viejas creencias abandonadas por casi todos los teólogos.

Hoy, es considerado como de vanguardia.

Este libro se ha convertido en una obra de referencia: editado en primer lugar en la editorial ortodoxa Ymca-Press en 1983, reeditado luego por Dangles en 1992, fue publicado de nuevo en Presses de la Renaissance n 2008, en colección de bolsillo. Está traducido al alemán y al ruso. Hoy resulta imposible de encontrar. Se imponía una nueva edición. Pero, después de treinta años, era necesaria una puesta al día. Había que tener en cuenta ciertas evoluciones en la Iglesia y nuevas publicaciones.

Hace treinta años, la fe cristiana estaba completamente vacía de su contenido: nada de Trinidad, de divinidad de Cristo, de milagros, de apariciones, de ángeles, de demonios… Muchos fieles no tuvieron tiempo de darse cuenta. Este abandono de la fe procedía de grandes teólogos reconocidos por la Iglesia, profesores de facultades de teología, escolasticados, noviciados… pero esta ola solo alcanzaba poco a poco a la masa de los fieles, comenzando por los seminarios mayores, después los animadores de círculos bíblicos, los catequistas… Poco a poco se vaciaban los seminarios mayores, luego las iglesias…

Hoy, bajo el impulso de Juan Pablo II, después sobre todo de Benedicto XVI, ha vuelto la fe cristiana. El Papa Francisco se atreve incluso, y en varias veces en algunos días, a hablar del diablo. Los viejos profesores, así desautorizados, se callan. ¡Tanto mejor!

Pero, con demasiada frecuencia, se asiste a una simple Restauración, como la de los reyes después del Imperio. Es la fe cristiana la que vuelve, pero con demasiada frecuencia en el mismo molde, como antes de la crisis de la fe. Nuestros nuevos teólogos no han aprendido nada de esta crisis. Vuelven a caer en los mismos errores, que son, precisamente, los que han llevado a esta crisis.

Este libro, por el contrario, no es una simple vuelta al pasado, sino una relectura de la Tradición, de toda la Tradición, y especialmente a la luz de la experiencia de los santos, pero también de las concepciones científicas más recientes sobre el espacio y el tiempo, y de muchos fenómenos, todavía desconocidos hace solo algunos años, como las Experiencias en las Fronteras de la Muerte (EFM), o experiencias de muerte provisional, por no citar de momento sino éstas.

Con la llegada del Papa Francisco, comenzaremos por un breve estado de las situaciones.

 1 – La crisis de la Institución Lee el resto de esta entrada »

En la misa a la que acudimos mi mujer y yo el día de Navidad, el sacerdote comentó en su homilía la primera parte de una frase que repetían los santos Padres griegos y que hizo célebre san Agustín, del que prácticamente la tomamos en Occidente: «Dios se hizo hombre para que el hombre se convierta en Dios».

Lo que se dijo en la homilía  podríamos resumirlo así: “Dios se hizo hombre, para que el hombre se convierta en hombre”. Así que, al salir de misa, me acerqué amigablemente al sacerdote y le recordé la frase completa de san Agustín que he reproducido arriba. Él se enfadó un poco y me dijo: «Yo no quiero ser Dios», frase que traigo aquí porque expresa una teología distinta de la que en este libro que hoy comenzamos se enseña y, por contraste, puede sernos útil para comprender de qué va el tema.

 La teología de Occidente coincide, en muchos aspectos, con lo que me dijo este sacerdote: «Yo no quiero ser Dios». La que se explica en este libro de François Brune,  como su propio título indica, es totalmente distinta. Aquí, se llega a hablar de «divinización del hombre». Esto es pura locura, dirá alguno. Y tiene razón. Lo que hizo Dios con el hombre que se rebela contra Él, es pura locura. Me permito dejar constancia de esto, ya desde este primer envío al blog de Teología de Aquí-Allá. Tendremos oportunidad de adentrarnos en esta locura a través de los místicos.

Me resulta difícil comprender que el P. François Brune se atreviera a defender las ideas que expone en esta obra frente a las que hoy circulan por la Iglesia. ¡Se enfrenta nada menos que a san Agustín y a Santo Tomás de Aquino! Ojo, esto es muy serio porque los dos últimos papas seguían defendiendo, como veremos en uno de los capítulos, que en los Seminarios, Escolasticados y Universidades de la Iglesia se continuara estudiando a Santo Tomás de Aquino. François Brune tiene la valentía y el “músculo” (preparación teológica) suficientes para denunciar la barbaridad que esto supone, según él, y algunas consecuencias importantes. Cito de momento, como ejemplos, dos que creo destacadas: el «racionalismo» y nada menos que la «visión beatífica» aplicada a la vida eterna. Esto, a mi juicio, tiene una importancia decisiva.

Hace 40 años, se aconsejaba vivamente hacer cada mañana al menos media hora de meditación. Era como la gran aspiración para los cristianos que querían profundizar en la vida espiritual. Esto nos llevó, inconscientemente, a dar una gran importancia al discurso reflexivo, racional, y a menospreciar hasta cierto punto lo relacionado con la oración afectiva, mística. A veces, incluso, se ha utilizado la palabra «místico» como un insulto. «¡Es un místico!» dicen algunos con retintín, como una acusación. Pues bien, el P. François Brune reivindica esa que podríamos llamar «oración mística» frente a la meditación que se aconseja en Occidente. Si la oración no te lleva a una amorosa experiencia de Dios, viene a decir François, no te sirve de nada.

Lo de la «visión beatífica» tiene también una importancia grande. Recuerdo que, cuando comencé a traducir las «Cartas de Pierre» y algunas obras del P. Brune me llamó la atención el camino y el trabajo que hay que seguir desarrollando en el Más allá; hay que seguir evolucionando «de nacimiento en nacimiento», como decía san Gregorio de Niza, por toda la eternidad. Recuerdo que le comentaba esta idea de la evolución y el trabajo en la otra vida a una monja amiga. Ella se echó a reír y me dijo: «¡Con las ganas que yo tengo de descansar para siempre!». Frente a esta «visión beatífica», que denota cierta pasividad, el cielo que aquí presenta el P. Brune es totalmente dinámico: hay que trabajar en él, hay que seguir avanzando…

Este libro de François se refiere a tres puntos fundamentales:
Uno, la meta de nuestra vida. Decía el Catecismo del P. Astete que estudiábamos de niños, que Dios nos creó «para servirlo en esta vida y después gozarlo en la eterna». Aquí, se nos da una visión de la otra vida completamente distinta: en el primer capítulo, nos muestra La Trinidad, la vida que estamos llamados a compartir con Dios.
Dos, como el amor es esencialmente difusivo, Dios nos creó para manifestarnos su Amor, para «compartir con nosotros su vida íntima» Por eso, en el segundo capítulo habla el P. Brune de La Creación.
Tres, lo terrible es que el hombre hace fracasar el plan de Dos con su pecado. El tercer capítulo habla del fracaso del amor de Dios por el pecado.
No hay que creerse “listillos”. A Dios, no llegamos por la ciencia, o por la razón. A Dios llegamos a través de la experiencia íntima de contacto con El, a través de una oración distinta de la meditación. Esta experiencia la podemos ya vivir desde aquí en la oración…

Con este envío, se ofrece un hermoso Prefacio escrito por un científico, especialista en física cuántica: Emmanuel Ransford. La razón de invitar a este científico es porque François abandona la filosofía de Aristóteles y se sirve de categorías de la física actual para explicar, sobre todo, algunos puntos del misterio del tiempo y del espacio. Eansford es autor de dos obras especialmente interesantes y originales: La nueva física del espíritu y La conciencia quántica del Más allá.

¡Buen día!

FRANÇOIS BRUNE: «PARA QUE EL HOMBRE SE CONVIERTA EN DIOS» (1)

SUMARIO

Introducción
Primera parte:
La exigencia infinita del Amor
Dios y el hombre, la unión imposible
Capítulo I: La revelación del Amor: La Trinidad
La dialéctica del Amor. El intercambio de Amor solo continúa mien-tras la unión no es total.
La solución del Amor. El intercambio de Amor entre personas distin-tas puede existir en un mismo y único ser.
La lógica del Amor. El Amor no es solo entrega mutua, sino acción co-mún.
La exigencia del Amor. Cada uno solo debe ser feliz por la felicidad del otro, sin el menor retorno sobre sí.
Capítulo II: La llamada del Amor: la Creación
El sentido de la Creación. Siendo Dios el Absoluto, ¿nos puede amar realmente?
Dificultades de los filósofos; testimonios de la Escritura y los místicos.
El misterio del tiempo y del espacio. Nuestra relación de amor a Dios se sitúa mucho más allá de los límites del tiempo y del espacio.
El misterio del Mal. Solo una cosa es segura: puesto que Dios nos ama realmente, el mal que nos aplasta no puede venir de El y, para que El lo tolere, debe haber alguna misteriosa y terrible razón.
Capítulo III: El fracaso del Amor: el Pecado
Posición del problema.
La esencia del pecado. Todos somos perdonados de antemano, ha-gamos lo que hagamos, porque Dios es el Amor infinito, incondicional. Pero Dios solo puede hacernos compartir su felicidad si aprendemos a amar como El.
El perdón de Dios. El pecado no es ni un error, ni una imperfección, sino un repliegue egoísta sobre uno mismo.
El pecado original. Nuestra solidaridad en el mal (como en el bien) nos relaciona con todos los hombres, del pasado como del futuro, a través del tiempo y el espacio.
Intento de síntesis sobre la relación pecado/desgracia. Nuestro peca-do, al alejarnos de Dios, única fuente de vida, nos hunde en la desgracia, pero esta misma experiencia nos ayuda a encontrar a Dios.
Conclusión.

PREFACIO por Emmanuel Randsford[1]

 Cuando François Brune me propuso escribir este prefacio acepté gustoso. Debo sin embargo confesar que mi competencia en materia de teología es bastante modesta. Estoy sin duda alguna más cerca de los descreídos que de los doctores en teología.

Viktor Frankl decía que «el ser humano, para mantenerse de pie, tiene necesidad del sentido. Y de esa verdadera humildad que es el humor.» En mi búsqueda del sentido, he buscado sobre todo elementos de respuesta en la ciencia, más que en la religión. ¡En cuanto al humor, es una práctica que cada uno debe cultivar, para su propia felicidad y la de su entorno!

El Padre Brune recuerda con acierto que «la ciencia […] no explica nunca realmente las cosas, porque no conoce nunca la última palabra». En materia de explicación, en efecto, la ciencia no llega nunca hasta el final del camino. Nos ofrece por el contrario el expediente de regresiones hasta el infinito de las causas anteriores. Es así, porque actúa habitualmente en el marco estricto de lo que los lógicos llaman el modus ponens.

Dicho esto, he leído con interés este libro, a la vez profundo, sutil, erudito e innovador. El autor aborda en él temas tan esenciales como Dios, Su perfección y Su perdón, el misterio de la Trinidad, la doble naturaleza —divina y humana— de Cristo, la Redención y la Eucaristía, el amor divino y la unión con Cristo, el sufrimiento, el pecado y el problema del mal, la cuestión de la salvación y muchos otros temas.

Su título es magnífico: «Para que el hombre se convierta en Dios». Se inspira en la frase de San Agustín citada explícitamente («Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en Dios») que resuena como una invitación a la superación de sí, una invitación a participar en la transcendencia y en su plenitud. Basile decía también: «El hombre es una criatura que ha recibido la promesa de convertirse en Dios.» Lee el resto de esta entrada »

Con este capítulo, terminamos ya el libro del P. François Brune “Cristo de otra manera», un libro que destaca sobre todo por su originalidad.

En primer lugar, porque utiliza “fuentes” absolutamente novedosas: los místicos y los santos son para él verdaderas “fuentes”, porque, como él dice, con sus experiencias constituyen “el corazón mismo de la Iglesia” y por tanto son verdaderas “fuentes” donde beber el auténtico cristianismo, así como una teología marginada en Occidente: la de los hermanos ortodoxos de Oriente. Lo “normal” es utilizar, como fuentes únicas de la teología en Occidente, la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.

Otra originalidad que aparece en este libro es que prescinde de la teología escolástica de siempre. Me confesaba un día el autor que, desde que estudiaba en el Instituto Católico de París, siempre se había sentido incómodo con ella, sobre todo con determinadas doctrinas de Santo Tomás de Aquino, como la predestinación. Uno se pregunta a veces: ¿de dónde saca la fuerza este teólogo para oponerse a la corriente mayoritaria? Creo que el secreto está que vive con toda honestidad y profundidad algo que ya decían los Padres griegos de los primeros siglos: “nadie puede ser teólogo si no es al mismo tiempo un místico”.

Finalmente, hay otra originalidad en François Brune: utiliza categorías y conceptos modernos para hacer teología. Cuando ningún teólogo católico, que yo sepa, se arriesga a tomar conceptos de la física moderna, por ejemplo, él se mueve en este campo como pez en el agua y ha mantenido siempre una buena relación con científicos modernos de gran altura intelectual.

¡Buen día!

CAPÍTULO 9

El misterio del mundo

François Brune21Es evidente que las víctimas de Nagasaki, como las de Hiroshima, no habían sentido nunca una llamada al martirio. Con su actitud, tenemos señales de aceptación. ¡Pero esto es ya algo extraordinario y de una importancia primordial! Esta correlación: sacrificio impuesto, pero aceptado, se encuentra en la mayoría de los casos de víctimas inocentes. Ahora bien, nos encontramos con que Dios elige la mayoría de las veces a los inocentes para que sean sus perfectas víctimas. Sé que esta afirmación va a provocar en muchos de mis lectores, escandalizados, una verdadera insurrección. ¡Esto sería demasiado injusto!

Sin embargo, el sufrimiento de los inocentes está ahí. ¿No tendrá ningún sentido? Sucede que son los inocentes los que saben sacar de su sufrimiento mayor amor. Se ha visto también recientemente con el seísmo de Haití. Los supervivientes han vivido su drama en la fe y el amor de Dios, sin rebelarse, para gran sorpresa nuestra, de los occidentales. En lugar de admitir esta fe profunda, estoy seguro de que la mayoría de nuestros contemporáneos solo han visto un cuento clerical perfectamente orquestado.

Es el mismo problema por el inmenso sufrimiento de los niños a través del mundo. ¿Qué fuerza puede darles aún el coraje para vivir y muchas veces seguir amando, sino el amor de Dios en ellos? Un ejemplo entre otros, que no puedo dejar de recomendaros, es la vida de Tim Guénard que él mismo ha contado en Plus fort que la haine.[1]

Estas existencias de niños sin amor siguen siendo desgraciadamente mucho más frecuentes de lo que uno pudiera creer, incluso en Francia. Existen también esos millones de niños explotados en los países “en desarrollo”, es decir pobres. Existe el turismo sexual que afecta sobre todo a los adolescentes de esos países pobres y existen también las redes pedófilas, que llegan hasta la tortura y la muerte de niños pequeños, de bebés, con todo el tráfico de películas filmadas “en vivo” antes de serlo sobre la muerte. Estas redes están mucho más extendidas de lo que generalmente se cree. Las víctimas no son cientos, sino miles, probablemente decenas de miles. Las investigaciones sobre estas redes no llegan nunca muy lejos, porque son bloqueadas enseguida para proteger a los socios, a los consumidores, a los suministradores… Su posición social los pone siempre a salvo. Solo son ofrecidos algunos nombres para tranquilizar a la opinión.

¿Qué ocurre entonces entre los verdugos y sus víctimas? ¿Cómo viven ellas su sufrimiento? ¿Sufren pasivamente? Sin que haya consentimiento por su parte, ¿aceptan en cierta manera, perdonar a sus verdugos? No hablo solamente del síndrome psicológico bien conocido, sino de una aceptación espiritual inconsciente de este tipo de víctimas. Las víctimas ¿acaban descubriendo que sus verdugos son también víctimas de las fuerzas de las tinieblas que los torturan también a ellos, los dominan, los abandonan en la esclavitud de sus vicios? Hoy sabemos que todo es vibración. ¿Vibraciones de ternura pueden mezclarse con las del miedo, con las del horror? ¡Qué misterioso es todo esto! ¡Dios solo puede leer toda la complejidad de lo que ocurre en los corazones y asumirla en su inmensa, inmensa compasión! Lee el resto de esta entrada »

En los Encuentros con la hermana Concha, a través de nuestra amiga Amalia, alguien le preguntó por la Pasión de Cristo, en concreto por lo que más le hizo sufrir. Concha, sin dudarlo un momento, respondió: «Su mayor sufrimiento fue interior». Esta opinión coincide con la del P. Brune: la peor de las tentaciones de Cristo fue el abandono que sintió en Getsemaní y en la Cruz. Tanto que le llevó a exclamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» ¡Esta, dice la teología, es la pena de los condenados en el infierno!

Al contemplar aquí “El abandono vivido por los santos”, tiene uno la impresión de encontrarse en una cancha jugando al baloncesto con tipos de más de 2 metros de altura y uno con 1,65 m. Todos los santos que se citan son verdaderos gigantes. Son elegidos por Dios para algo singular, pero no único: vivir, unidos a Cristo, su mismo “infierno”. La “pena de daño”, la más terrible de los condenados, es no poder amar a Dios y sentirse rechazados por Él

Pero lo incomprensible es que la tentación la sufren, con distintos matices, los santos que aquí se contemplan, después de pasar por lo que se llama “el matrimonio místico”. Dice el P.Brune que esto nos cuesta admitirlo porque tenemos en la mente el esquema de santidad de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Ávila: después de la “noche de los sentidos, de la noche de la inteligencia y de la noche mística”, se llega a “la unión transformante” que permanecen constante hasta el fin de la vida. Parece que esto sería más bien la excepción. Pero leamos los matices de cada uno de estos “gigantes del amor”.

¡Buen día!

CAPÍTULO 8

El abandono de Cristo en la cruz (final)

El abandono vivido por los santos

François Brune20Para la mayoría de la gente, la idea de que también los santos pueden también conocer una prueba así les parece completamente imposible. Esto contradice totalmente la imagen que se han hecho de un santo. Han oído hablar de las etapas necesarias por las que debe pasar un santo para llegar a la unión con Dios. Saben que el candidato a la santidad tendrá que pasar por una especie de “noche”, noche de los sentidos, noche de la inteligencia, noche mística. Pero guardan en la memoria el esquema que se encuentra efectivamente en la vida de san Juan de la Cruz, de santa Teresa de Ávila así como de Ruusbroec el Admirable, en los que, superadas todas estas pruebas, el alma llega a las “nupcias místicas” o, en otro vocabulario, a “la unión transformante”, permaneciendo ya constante esta unión hasta el final de su vida.

Ahora bien, en realidad, este esquema parece más bien excepcional. La mayoría de los santos, ya hemos visto algunos ejemplos, pueden conocer, incluso después de las “nupcias místicas”, nuevas tentaciones, peores muchas veces que las primeras. Vimos que, a veces, los mismos santos comenzaban a comprender que no era por ellos por lo que tenían que superar estas pruebas, sino por otras almas que a veces conocían, pero que con frecuencia ignoraban.

Vamos a ver ahora que son muchos los santos que han sido llamados por Dios a compartir la peor de las tentaciones por la que el propio Cristo tuvo que pasar, la de la desesperación absoluta, la sensación de ser abandonado, negado, rechazado por Dios; peor aún, la maldición de no poder amar a Dios.

Gabrielle Bossis recibió un día este pensamiento de Cristo para que comprendiera mejor la gracia que le otorgaba concediéndole el poder de amarlo:

«Piensa en la alegría de poder amarme. ¡Piensa en la maldición del condenado que solo puede odiarme! No poder amar a Dios es algo espantoso…»[1]

Efectivamente, es la prueba que van a conocer muchos místicos. Es muy difícil ver cómo este sufrimiento, estrictamente psicológico y espiritual, podría aplacar una eventual ira del Padre y repararlo por nuestras “ofensas”. En cambio, es evidente que el esfuerzo de fidelidad a la voluntad de Dios, de aceptación total y de voluntad de continuar amándole, más allá y a pesar de lo que se siente, supone una fuerza de amor extraordinaria que puede ayudar interiormente a muchos pecadores, incluso entre los más desesperados, entre los más perdidos.

Espero no cansaros demasiado con estas listas de testimonios místicos, pero en primer lugar ellos presentan siempre variantes interesantes. Por otra parte, me parece muy importante demostraros que no se trata de algunos casos excepcionales que yo había logrado descubrir a fuerza de buscar. ¡No! Estos casos son incontables y habría podido citar muchos más. Lee el resto de esta entrada »

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